Hacia una nueva ley para las universidades argentinas

Martín Unzué

Universidad de Buenos Aires (UBA)

En este número de PU hemos convocado a cuatro reconocidos especialistas, integrantes de nuestro Consejo Asesor, para que aporten ideas de cara a una eventual reforma de la Ley de Educación Superior (LES), promoviendo un debate que parece aún bastante tímido.

Ha pasado más de un cuarto de siglo desde la sanción de la actual ley y los intentos por reemplazarla han sido muy numerosos en estos años. Todos los bloques parlamentarios presentaron propuestas de reforma de la que se ha constituido en la norma más influyente de la historia del sistema universitario argentino, no solo por su vigencia temporal (solo superada por la Ley Avellaneda de 1885) sino por los amplios alcances de su texto. 

La actual LES parece una gran paradoja: conoció grandes resistencias desde su sanción, fue identificada con las reformas neoliberales promovidas en los años 90, suscitó múltiples acuerdos para ser reformada, pero ha logrado el archivo sistemático de todos ellos.

Incluso hoy, pandemia mediante, el presidente de la Nación ha anunciado en sendos discursos de inauguración de las sesiones ordinarias del parlamento de los años 2020 y 2021, su intención de promover un debate sobre la ley aunque esto solo ha comenzado a calentar motores en ciertos circuitos bastante alejados de la vida cotidiana de más de 2,5 millones de estudiantes, docentes y personal administrativo del sistema (número que no incluye a graduados y graduadas lo que lo elevaría sustancialmente).

Es que la tarea de cambiar ese marco legal que ha tomado forma consolidando numerosas prácticas cotidianas, no parece sencilla. Hoy las universidades son mucho más diversas y el sistema mucho más grande y complejo que antes de 1995, y ello en parte tiene que ver con la implementación de la ley.

¿Cómo se legisla para ese heterogéneo sistema que incluye toda la educación superior, desde la universitaria a la no universitaria, desde la gestión pública a la privada y por sobre todo, que ha crecido y se ha diversificado mucho en cuestiones como el tamaño de las instituciones, sus ofertas de diplomas, el papel de la enseñanza, la investigación y la extensión, las estructuras de gobierno, sus vinculaciones territoriales y los mandatos institucionales?

Esa dificultad se fortalece, como bien señalan Suasnábar y Puiggrós en sus respectivos aportes a esta sección, cuando no parece haber una comunidad académica muy comprometida con la promoción de un debate sobre este tema. 

¿Complejidad del sistema y falta de movilización de sus miembros son parte del mismo problema? Porque no parecería existir un pleno consenso favorable a los modos de funcionamiento de nuestras instituciones.

Entonces una primera pregunta relevante ante esta situación sería: ¿se debe persistir en lo que fue una novedad en 1995, legislando con un único texto sobre toda la educación superior? ¿O se debe volver a la tradición de una ley específica para el sector universitario partiendo de la necesidad de darle sentido de sistema, promover su desarrollo y la coordinación de su funcionamiento, articulándolo con las necesidades sociales, pero también respetando sus singularidades como la cuestión de la autonomía? 

Ante la diversidad, ¿es posible consensuar una serie de diagnósticos sobre lo que debe ser mejorado o reformulado en todo el sistema? ¿No resulta más sencillo centrarse en una parte del mismo (la universitaria) para poder pensar modos en que una nueva legislación balice eventuales cambios, transitando por el estrecho desfiladero entre la coordinación y la autonomía, que siempre es un terreno resbaladizo de disputas y eventuales conflictos?

Los riesgos de legislar para el subsistema universitario ya son altos: por un lado, la banalidad, la tendencia gatopardista a que una discusión se centre en cuestiones periféricas que no comprometan la vida de las universidades, y por otro el enfrentamiento, que amenaza con abortar cualquier reforma empantanándola en discusiones e impugnaciones jurídicas. La cuestión de la autonomía, en especial en su sentido fuerte como se expresa en nuestro sistema, donde alcanza reconocimiento constitucional, constituye un desafío: ¿cómo hacer una ley que se cumpla y no se impugne? Los textos de Marquina y Puiggrós, desde distintas posiciones, ya advierten la centralidad que tendrá este tema en la eventual implementación de una nueva ley.

La experiencia de diseño de políticas públicas para las universidades muestra que la mejor forma de avanzar en esa coordinación es estableciendo incentivos para que los actores académicos se inclinen por reformar sus comportamientos, alineándolos con la voluntad del legislador. En ese sentido, una nueva ley para el sector debe poder definir con claridad algunos de los grandes temas que están pendientes en nuestro sistema, y tener la capacidad de imaginar esos incentivos para que resulten deseables tanto para las gestiones como para las comunidades académicas.

La agenda de cambios necesarios es sin dudas amplia, y respetando la multiplicidad de situaciones, se pueden poner en discusión algunas cuestiones centrales como por ejemplo la importancia de la democracia universitaria como rasgo central de nuestro sistema público, lo que implica reconocer a todos los actores que hacen a esas comunidades académicas. Allí hay al menos dos temas fundamentales, particularmente complejos. El primero es la tradicional relación entre los concursos de profesores como mecanismo de acceso a la carrera académica, la idea de carrera académica misma y su articulación con la integración del principal claustro de nuestra vida universitaria, aquel que tiene la mayor responsabilidad en la dirección de las instituciones. Es preciso pensar modos de desacople de esa relación, que introduce lógicas diversas y confunde ámbitos (docencia, investigación y gobierno). Un adecuado diagnóstico de los modos de vinculación entre regularización docente, acceso a la ciudadanía universitaria y responsabilidad académica resulta una tarea pendiente de primer orden.

También se debe contemplar la incorporación de las zonas inexplicablemente excluidas del co-gobierno como los posgrados o la extensión, que quedaron al margen cuando no eran tan significativas numéricamente. Dado su crecimiento sustancial, hoy parece difícil comprender por qué docentes y estudiantes de esos espacios no tienen voz como tales en el co-gobierno de las universidades.

La cuestión de las credenciales académicas habilitantes para la docencia también debe ser vista como un tema con enormes derivas. La profesionalización de la vida académica que se ha ido consolidando en Argentina, debe llevar a que se incrementen los años de formación de los cuerpos docentes en sus diversos niveles. La actual LES sólo dice que los docentes deben poseer título de al menos igual nivel a aquel en el que ejercen la docencia. ¿Eso sigue siendo suficiente hoy? La jerarquización de la formación docente debe ir de la mano de la siempre postergada promoción de los incrementos de dedicación y de la necesaria implementación de estrategias de unificación de cargos para fortalecer los aportes y el compromiso de los trabajadores con sus instituciones.

En cuanto al problema del ingreso y la terminalidad, al que se refiere el texto de Villanueva y que también señala Barletta a partir de la experiencia pasada de la UNLP, sin dudas se trata de un desafío que la nueva legislación debe atender con responsabilidad. El mundo avanza hacia la masificación del nivel de la educación superior y si bien la tradición argentina en este terreno parece sólida, resulta ineludible pensar y planificar la formación, con sentido estratégico y federal, con arraigo social y territorial, poniendo a la universidad en diálogo con los diversos actores y, especialmente, mejorando la articulación con el nivel medio y preservando el irrenunciable compromiso con el resguardo de la más alta calidad, indisociable de la formación docente.

Finalmente, una nueva ley para el sector debe ser capaz de imaginar las mejores formas de recuperar la tríada docencia-investigación-extensión en lo que tiene de productiva, de original en su concepción como retroalimentación, con el fin de potenciar los aportes sociales de la universidad a la producción de conocimiento y cultura, y en especial, de ciudadanía, una misión siempre imprescindible.