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La necesaria radicalización democrática de la agenda universitaria

Yamile Socolovsky

Secretaria de Relaciones Internacionales y Directora del Instituto de Estudios y Capacitación (IEC), CONADU.

La organización de la Conferencia Regional de Educación Superior del año 2008 coincidió con una etapa durante la cual se estaban produciendo transformaciones importantes en el sistema universitario público argentino. El componente más destacado de la Declaración de Cartagena, la definición de la educación superior como un derecho humano y un bien público, y la consecuente afirmación de la responsabilidad de los Estados en su sostenimiento y desarrollo, encontraban en ese momento un claro correlato en una política pública que, al otorgar relevancia a la educación y a la actividad científico-tecnológica, sintonizaba no sólo con las expectativas de una parte importante de la comunidad universitaria y de la población, sino con la vocación manifiesta de varios gobiernos progresistas que llegaron a conformar en ese momento un polo regional con capacidad de direccionar un proceso de integración regional que, aún con limitaciones, pudo comenzar a desarrollarse en varios planos. El pronunciamiento de la CRES 2008 fue, sin dudas, una expresión distintiva de esa voluntad. 

Con la llegada de Néstor Kirchner a la Presidencia de la Nación, en el año 2003, tras una devastadora crisis económica, política y social que había coronado un largo período de aplicación del recetario neoliberal por parte de gobiernos crecientemente condicionados por el capital financiero, se inició un ciclo de recuperación de las funciones tradicionalmente asociadas al Estado de bienestar, durante el cual las universidades públicas fueron llamadas a contribuir con el desarrollo de  políticas públicas. La reivindicación del derecho a la educación, aún fuertemente anclada en la expectativa de la movilidad social ascendente, junto al reconocimiento del carácter estratégico de la formación de profesionales altamente calificados y de la producción de conocimientos socialmente necesarios para un proyecto de desarrollo nacional que trazó su horizonte político en la perspectiva de la integración latinoamericana, fundamentaron no sólo el crecimiento sostenido del financiamiento público para el sector, sino un programa de ampliación y fortalecimiento del sistema a través de la creación de nuevas instituciones, la mejora sustantiva de las condiciones laborales, y la implementación de programas de infraestructura, equipamiento, vinculación territorial, inclusión y acompañamiento de estudiantes, la orientación de la investigación asociada a prioridades de las políticas públicas, y la construcción de articulaciones académicas regionales. Esta política de gobierno, que se extendió durante los dos mandatos presidenciales de Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015), logró el apoyo de la mayoría de las representaciones sindicales y estudiantiles cuyas demandas históricas comenzaban a concretarse, y fue acompañada por el conjunto de las autoridades académicas. Cabe consignar que incluso quienes habían suscrito a proyectos políticos y universitarios divergentes, o aún antagónicos, parecen haber encontrado en esta etapa, con una inédita dotación de recursos y una infrecuente valoración pública de sus responsabilidades, un cúmulo de razones aparentemente suficientes para garantizar una adhesión al menos pragmática a sus lineamientos.

Constituida de este modo contradictorio, esa amplia trama de apoyos proveyó una legitimación capaz de asegurar cierta “gobernabilidad del sistema”, mientras desde el nivel central se proponían actividades y programas que daban cauce en las instituciones a expresiones político-académicas más comprometidas con una perspectiva de cambio que, en rigor, no llegó a formularse como un proyecto sino como un conjunto de objetivos generales en función de los cuales se trazaron algunas estrategias y se recuperó una genealogía que inscribió los logros de esta etapa en el proceso histórico de una reforma universitaria inconclusa que, sujeta a los vaivenes propios de la política nacional, buscaba completarse bajo el signo de la “democratización”. En el período siguiente (2015-2019), esos cambios, e incluso aquella narrativa, demostraron haber consolidado en una medida no desdeñable un núcleo de sentido cuya productividad política gravitó en las acciones de resistencia al ajuste presupuestario, así como en el rechazo generalizado a la propaganda que pretendía desacreditar a las universidades públicas, y muy especialmente a las instituciones de más reciente creación, cuya “misión” de origen las tornaba la expresión más cabal (y, desde otro punto de vista, más insoportable) de una política de apertura y acercamiento a los sectores populares. 

Sin embargo, también es cierto que las transformaciones realizadas bajo esa impronta “democratizadora” no llegaron a conmover ciertas prácticas fuertemente arraigadas en la cultura académica, ni suprimieron los factores estructurales que sostienen su reproducción y que nunca dejaron de operar como obstáculos para una mayor democratización del sistema en varios sentidos relevantes. Se incrementó de manera notable la llegada de estudiantes de los sectores populares, de bajos ingresos y habitantes de zonas alejadas de los centros urbanos, pero no llegó a abordarse más que con programas paliativos el problema del desgranamiento en los primeros años de las carreras. Se estimuló de diversas maneras la formación de posgrado, la dedicación a la investigación en áreas definidas como estratégicas, y el reconocimiento de la importancia y especificidad de las humanidades, las ciencias sociales y las ciencias aplicadas, pero no se modificó la matriz que aún configura el dispositivo hegemónico de evaluación y acreditación de la actividad científica como un modo de adscripción subalterna a un circuito académico transnacionalizado, mercantilizado, burocratizado y estrechamente productivista, que devalúa toda forma de producción de conocimientos que permanezca ajena a los criterios de excelencia impuestos a nivel global. Se promovió el mejoramiento y crecimiento de matrícula en carreras consideradas relevantes para formar profesionales en áreas prioritarias para el desarrollo nacional, pero no dejó de gravitar de manera decisiva la impronta profesionalista de las disciplinas “liberales”, que continúan expresando las aspiraciones de movilidad social individual y que siguen siendo, en términos generales, determinantes de la orientación política de muchas instituciones y de las motivaciones de buena parte de sus integrantes. La persistencia de ciertas dinámicas que combinan mecanismos tradicionales en la cultura académica con el efecto de los dispositivos que se instalaron en la década del ‘90 de la mano de los programas de reforma neoliberal, y que continúan reproduciendo desigualdades y una concentración del poder que torna abstracta -cuando no oportunista- la apelación a una autonomía que se establece como autodeterminación de algunos sectores sobre la base de la sistemática exclusión de otros, constituye, finalmente, la barrera más efectiva para el avance de toda pretensión democratizadora. La imposibilidad de sustituir en aquel período la Ley de Educación Superior, vigente desde el año 1995, por una norma más adecuada y capaz de dinamizar el proceso de transformación democrática y anti mercantil que se promovía, es una prueba de esa resistencia conservadora al interior del propio sistema universitario, pero también revela una muy débil disposición a someterse a la regulación normativa del Estado por parte de instituciones que, en distintos períodos, admitieron y asimilaron políticas de signo contrario que se desarrollaron bajo un mismo marco legal. Los debates que precedieron a la realización de la CRES 2018, en el Centenario de la Reforma Universitaria de Córdoba, registraron de una manera clara esa agenda pendiente, en un contexto muy diferente del que había caracterizado el pronunciamiento de 2008, no solamente por el marcado cambio en la orientación política de la mayor parte de los gobiernos de la región, sino por el acelerado avance de la privatización y mercantilización de la educación y el conocimiento a nivel global. En ese escenario, la reafirmación del derecho fundamental a la educación superior, de su carácter estratégico para el desarrollo de sociedades más igualitarias, y del rol ineludible de los Estados para garantizarla, fue un logro muy importante, aunque constituye una definición que deja abierta la discusión de los ordenamientos y las transformaciones que se requieren para lograr esos objetivos. La agenda universitaria, claramente, no es una sola, y en sus títulos puede colarse más de una interpretación. Como advertimos cuando se aproximaba la celebración de la CRES 2018, un cierto “consenso cómodo” parecía estar celebrando demasiado rápidamente la coincidencia en torno a algunos denominadores comunes, que sólo un debate más abierto podría despojar de la ambigüedad que permite incorporarlos en el discurso de sectores que representan intereses concretos muy diversos e incluso antagónicos. Es necesario someter a crítica las enunciaciones que ya hace tiempo vienen identificando entre los desafíos para la educación superior en el Siglo XXI, cuestiones como la mejora y el aseguramiento de la calidad, la pertinencia de la “oferta” educativa y de la actividad de investigación en cumplimiento de la responsabilidad social universitaria, la ampliación de las redes de movilidad académica y la internacionalización, la transparencia y la rendición de cuentas en la gestión de los recursos, la desburocratización y dinamización de la conducción de las instituciones, una vinculación más estrecha con el sector productivo y con el mundo del trabajo, y también el propósito aparentemente incuestionable de la inclusión. La asepsia política en la formulación de estos temas dificulta considerarlos como desafíos, excepto en cuanto se asuma que sólo interpelan a una cultura universitaria que se diagnostica demasiado rápidamente como atrapada en una inercia que resiste a la necesidad de cierta modernización. Porque, como puede verse, se trata básicamente de una agenda que procura adecuar la actividad y la organización de los sistemas universitarios latinoamericanos a las tendencias internacionales en curso. 

Es preciso advertir que la clave más notoria de esa internacionalización modernizante a la que se nos convoca es la mercantilización, que atraviesa a los sistemas universitarios de varias maneras y a través de un conjunto de dispositivos que implican, simultáneamente, la sujeción cada vez más férrea de las instituciones y de la actividad que en ellas se desarrolla a los objetivos y lógicas del poder económico, y la conformación del mundo académico como un territorio más para el lucro empresarial. El avance de esta tendencia implica el disciplinamiento del pensamiento y la negación de su potencia crítica, la enajenación de la actividad de enseñanza e investigación respecto de los colectivos sociales cuyas necesidades e intereses colisionan con la preservación del orden hegemónico, la segmentación de circuitos diferenciados que establecen condiciones educativas y oportunidades de formación de acuerdo con posibilidades de acceso concebidas como posibilidades de consumo que trazan trayectorias-destino, y, al mismo tiempo, una precarización notable de condiciones de trabajo que -correlativamente a lo que ocurre en otras actividades asalariadas – reserva el disfrute de derechos laborales básicos como un privilegio para pocas personas. 

En las actuales circunstancias, cuando la pandemia producida por el Covid-19 no sólo agudiza la desigualdad en todas sus dimensiones, sino que anuncia un futuro aún mucho más injusto, es imprescindible replantear esa agenda de debates asumiendo que la educación y la producción de conocimientos no sólo serán determinantes para torcer ese designio, sino que ellas mismas son, más que nunca, uno de los territorios relevantes de una disputa en la que se juega el destino común. El desarrollo capitalista siempre ha hecho del conocimiento y la innovación tecnológica un factor clave en la competencia por los mercados y en el incremento de la tasa de ganancias. Sin embargo, de manera creciente, y a la par de la concentración económica y de la hegemonía del capital financiero transnacional, la revolución tecnológica más reciente conlleva, entre sus potencialidades abismales, una transformación de las relaciones sociales que, ordenada por la búsqueda inmediata de rentabilidad, implicaría no sólo una mayor marginalización y despojo de la población asalariada, sino un avance abrumador sobre las subjetividades, que hace del dispositivo tecnológico-comunicacional un poderoso factor de control social. En este sentido, el vaciamiento de la dinámica democrática, por la obturación de la imaginación política capaz de proyectar alternativas, es un requisito necesario para completar la captura corporativa de los Estados, liquidando toda voluntad colectiva de impulsar procesos de resistencia y de cambio. La disputa tecnológica es decisiva en términos de las oportunidades para el desarrollo, pero es fundamental, además, para la democracia y la aspiración a construir una comunidad de iguales. 

En este momento, el compromiso presidencial de someter a debate una nueva Ley de Educación Superior constituye una oportunidad para construir una norma adecuada a los desafíos de esta etapa, pero, sobre todo, para inaugurar un debate más audaz. La universidad está llamada a repensar y redefinir sus tareas en función de poder contribuir, sobre la base de la crítica como dimensión fundante de su autonomía, a la soberanía -educativa, cultural, cognitiva, tecnológica- que, entendida ahora como independencia respecto de la imposición del poder fáctico del capital, nos permita proyectar un futuro diferente. Es perentorio preguntarse cuáles son, en esta etapa, las claves para hacer posible el pensamiento crítico y la politización de la universidad, frente al administrativismo disciplinador y autoritario que se cierne sobre las instituciones; esa es la agenda que necesitamos reescribir. 

Es necesario radicalizar la pregunta por las condiciones necesarias para asegurar el derecho a la educación y la democratización del conocimiento en nuestras universidades. Se trata, entonces, de proveer condiciones materiales y pedagógicas para seguir ampliando el ingreso, la permanencia y el egreso de estudiantes, pero también de poner en debate el sentido de la educación que propone la universidad. La posibilidad de que la enseñanza universitaria contribuya a la formación de profesionales con capacidad y voluntad de aportar su esfuerzo al desarrollo democrático de nuestra sociedad, está estrechamente ligada al modo en que se produce y circula el conocimiento, y a las vinculaciones que se establecen en este proceso. Descolonializar el conocimiento supone no sólo un ejercicio teórico, crítico de los saberes hegemónicos, sino una actividad que interpele las prácticas sociales y académicas que reproducen la cultura dominante y dominadora. En esos términos, toda la actividad que se desarrolla en las universidades debería poder desplegarse bajo coordenadas que permitan establecer dinámicas más colaborativas, dialógicas y abiertas al encuentro con la diversidad. Para mencionar sólo algunas claves: es urgente poner en debate y reformular el dispositivo evaluador, cuya gravitación alcanza todas las esferas de la actividad académica, y que ordena a la vez los esfuerzos individuales y las acciones colectivas. Asimismo, el desarrollo de una pedagogía crítica, en y para la universidad, tiene que dejar de ser un esfuerzo marginal para convertirse en un eje central de la democratización de la enseñanza en este nivel. Además, el mundo de la producción y el trabajo no puede permanecer como un territorio ajeno sobre el cual se proyectan transferencias (o transacciones) ocasionales. La universidad, además de constituir en sí misma un ámbito laboral en el que deben asegurarse derechos, es también un factor de incidencia decisiva en la propia configuración del modelo productivo y de la organización del trabajo que la sociedad necesita. La universidad pública, en su articulación con las instituciones del sistema científico-tecnológico nacional, tiene una responsabilidad fundamental en la generación de condiciones para viabilizar una perspectiva de desarrollo soberano, sustentable y orientado a asegurar el bienestar general. Esta tarea, a la que deben ser convocadas todas las áreas y campos disciplinares, interpela a la universidad en relación con la totalidad de sus funciones, y, muy especialmente, en virtud de su capacidad de intervención en el debate público, un ámbito absolutamente decisivo en la disputa de sentidos que está en el centro de la construcción democrática. Finalmente, en esta etapa resulta absolutamente prioritario disponer reaseguros para evitar el avance de la ofensiva mercantilizadora y privatizadora sobre la educación y el conocimiento, identificando especialmente la multiplicidad de estrategias que favorecen su despliegue al interior de los sistemas públicos y en los ámbitos en los que se define la política de los Estados. Confrontar este proceso, que representa, junto a la conversión de un derecho universal en una mercancía, el sometimiento de la potencia creativa del pensamiento y la acción colectiva, requiere la audacia de una radicalización democrática de la agenda universitaria.