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Argentina: Agendas universitarias en tiempos inciertos

Adriana Chiroleu

Universidad Nacional de Rosario

Escribo estas breves reflexiones en julio de 2020, atravesando aún el particular contexto generado por la pandemia e inmersos en la incertidumbre sobre sus efectos y consecuencias en el presente, en el futuro mediato y sobre la impronta que dejará en nuestras vidas, en la sociedad, en la economía, en nuestras prácticas sociales e institucionales. Esta sensación, compartida por buena parte de la humanidad, da cuenta de un profundo malestar que se agudiza en nuestro país y en la región por la delicada situación económico-social de la cual se parte y, por consiguiente, las dificultades para enfrentar sus consecuencias. El avance del virus y las consiguientes medidas de aislamiento y privatización de la vida abonaron una creciente perplejidad y generaron un shock disruptivo del cual –obviamente- no quedó exenta ni la universidad como institución nuclear ni la agenda de gobierno del sector. El nuevo escenario con su carga de urgencias, plantea nuevas demandas que se suman o articulan con las problemáticas ya detectadas y nunca atendidas de manera integral. Afecta, además, núcleos sensibles de la vida universitaria y reclama respuestas acordes que permitan contener o reducir la profundización de las desigualdades de diverso cúneo que se expresan en el sector.  

En lo atinente a los efectos sobre la universidad, cabe destacar que los rasgos fundantes de esta institución -que atraviesan sus diez siglos de evolución-, son la producción, transmisión y conservación del conocimiento en situación de convivencialidad e intercambio directo; esto es, el encuentro, la participación, la discusión, la formación en el pensamiento crítico constituyen rasgos centrales, no meros datos contextuales. Todos esto se ve profundamente dislocado por el cierre de las instituciones y la explosión de las actividades a distancia. Es en este sentido que la virtualidad completa de las prácticas académicas impuesta a partir de la cuarentena abre paso a una discusión de fondo: ¿cuánto quedará de la institución universidad si esta situación se extiende en el tiempo?; aun reconociendo que en las últimas décadas la mercantilización, los desmanejos y la hiperespecialización mellaron profundamente su sentido, ¿constituye la virtualización total de las actividades la respuesta que necesitan nuestras instituciones, nuestras sociedades y nuestros países?, ¿cuáles son los alcances, los matices y los peligros de la noción de universidad híbrida que se está introduciendo en los debates?

Si en cambio desplazamos el foco hacia las agendas sectoriales de gobierno, resulta significativa la evolución experimentada en las últimas décadas en términos de políticas públicas, ámbito donde la construcción de consenso resulta siempre difícil en la medida en que los alcances de la autonomía suelen constituir una cuestión controvertida. Esta agenda, reconfigurada en los 90 ha oscilado en estos 30 años entre la evaluación y la inclusión, dando cuenta de una preocupación que fue alternando de la calidad académica a la ampliación de derechos. El momento actual, cargado de nuevas demandas, obliga a efectuar ajustes mayores a los efectos de sostener metas indispensables.

En efecto, es en los años 90 en el contexto de un gobierno de corte neoliberal, cuando –de la mano de las recomendaciones de los organismos internacionales- se rediseñaron las agendas de educación superior y la evaluación / acreditación de instituciones y programas se convirtió en un tema dominante vinculado a las dudas que una expansión, sin planificación de los sistemas, introdujera en términos de calidad académica y de la búsqueda de un mejoramiento de la misma. Por esta vía, y sustituyendo la tradicional confianza en las instituciones, se sostenía que la rendición de cuentas permitiría maximizar el uso de los decrecientes recursos públicos para este nivel educativo a la vez que éste se abriría al mercado para una diversificación de las ofertas. Junto a ella, planteada entonces en términos de equidad, va ganando espacio lentamente, la idea de inclusión ligada originariamente a los niveles básicos. Otras temáticas, como la internacionalización de la educación superior, el desarrollo de los posgrados y la educación superior virtual comenzaron a ganar espacio, aunque todavía en una posición subordinada.

En los primeros años de nuestro siglo, en un contexto político y económico diferente, los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner no generaron una renovación de la agenda de gobierno referida al sector universitario pero, en un contexto de financiamientos crecientes, la evaluación se resignificó y resignó su rol dominante y la expansión de derechos se constituyó en el núcleo de la agenda del sector. De manera coincidente con las discusiones regionales de la CRES/2008, la misma supuso y propuso un cambio de paradigma al considerar a la educación superior como un derecho y no como un privilegio y se tradujo en un mejoramiento de las posibilidades de acceso a las universidades para grupos sociales desfavorecidos y minorías hasta entonces excluidas. Esta posición se operativizó a través de dos vías principales: la creación de nuevas universidades públicas que acercaran la oferta educativa a posibles demandantes, y la consolidación de formas de ayuda económica a estudiantes carenciados, con líneas especiales para atender a grupos minoritarios tradicionalmente ausentes.

Se trató de una agenda intensa en cuanto a contenidos y voluntad reformadora que no resultó suficiente para reducir sustantivamente las diversas inequidades que se expresan en el ámbito universitario. En tal sentido, la fuerte expansión del financiamiento del sector universitario y la inversión en becas generaron mejores condiciones para el acceso de grupos sociales desfavorecidos, esto es, expandieron derechos, pero esto no se tradujo de manera lineal en una ampliación de sus posibilidades de egreso y de posterior inserción en el mercado de trabajo. Y no podría ser de otra manera, en la medida en que no constituyó una política integral ni se articuló con los otros niveles educativos lo que le restó eficacia y limitó sus efectos transformadores.

Por otra parte, no se plasmó en una política de Estado sobre el tema, por lo cual quedó sometido a la provisoriedad que implica la alternancia democrática entre fuerzas políticas con proyectos contrapuestos. Tal es el caso del gobierno de Mauricio Macri durante el cual, sin una agenda de gobierno propia, ésta pareció agotarse en alcanzar una reducción del financiamiento universitario. Esto perjudicó especialmente a las universidades de reciente fundación que aún no habían completado su dotación de recursos físicos y humanos, varias de las cuales están radicadas en el Conurbano de Buenos Aires y atienden a sectores sociales desfavorecidos.

En nombre de la meritocracia, se revirtió asimismo la política de ampliación de derechos y oportunidades reduciendo a través de la caída del financiamiento sus formas de concreción: la expansión institucional y la ayuda económica a estudiantes carenciados, la cual disminuyó cuantitativamente y, a la par, cambió su forma de asignación reduciendo su contribución al financiamiento parcial de los costos de estudiar en instituciones públicas y gratuitas.

En lo que va del siglo por su parte, la evaluación se consolidó y se naturalizó como una política, en este caso sí de Estado, y se fortaleció la burocracia universitaria que la ejerce a pesar de las dudas sobre sus efectos concretos en términos de cumplimiento de sus objetivos. Por otra parte, los programas de internacionalización tanto a nivel mundial como regional, tendieron a extenderse. 

Especialmente en los últimos años irrumpe con fuerza el reconocimiento de la problemática de género, y la puja por su transversalización en el día a día de la institución y en las currículas universitarias. Presente sobre todo en el plano retórico, su internalización transita aún las etapas iniciales; esto –aunque parezca poco- constituye, sin embargo, un avance significativo y el espacio institucional que va ganando promete abonar el camino de futuras transformaciones.

Todo hacía suponer que el nuevo gobierno que asumió en diciembre de 2019 afrontaría desafíos singulares por la distancia entre las fuertes expectativas que su llegada generaba en el sector y el contexto general de penuria económica vigente. Esto impondría, seguramente, una jerarquización en la asignación de los recursos y la consiguiente puja distributiva entre los diversos sectores nacionales. La pandemia, sin embargo, cambió las reglas de juego inaugurando un escenario nuevo para el gobierno y las universidades.

En lo que respecta al gobierno, el shock generado por el rápido y violento cambio de situación se enfrentó a través de una administración de las urgencias en la cual se puso el eje en construir consensos con las universidades públicas que permitieran aliviar los principales efectos. Asoman, asimismo, tibiamente planes de incorporación y distribución de tecnología.

La necesidad de paliar las consecuencias del cierre de las instituciones por el aislamiento social encontró a éstas sin un plan alternativo y afectó de diversa manera sus funciones y actividades. En lo que respecta a la producción de conocimiento y su uso comunitario, rápidamente las universidades se volcaron a atender desde distintas aproximaciones los efectos de la pandemia: atención primaria de salud, investigación sobre el COVID-19, producción de insumos (alcohol en gel, sanitizantes, respiradores), campañas de promoción comunitaria, etc. 

Si bien la virtualidad venía desarrollándose desde los años ‘80, su expansión era muy heterogénea según los establecimientos y en muchos de ellos sólo abarcaba a algunos programas, especialmente los de posgrado. La nueva situación implicó una adopción forzada y una generalización de esta modalidad como única forma asequible para desarrollar el proceso de enseñanza-aprendizaje, al punto que ha sido denominada por algunos como “educación remota de emergencia”. 

Esta disrupción en las rutinas universitarias sin la posibilidad de un tiempo de capacitación y adaptación para docentes y estudiantes, supuso un reto enorme para las instituciones y sus actores, asumido con la voluntad de no evitar una profundización de la crisis, pero frecuentemente, sin los recursos y las condiciones mínimas necesarias. Esta “huida hacia adelante”, única alternativa posible, dejó en evidencia facetas conocidas y otras aún no reconocidas de las desigualdades que se expresan dentro de las instituciones tanto en términos materiales como simbólicos.

Como primera medida, puso en discusión las potencialidades y limitaciones de la educación virtual y las consecuencias de su aplicación en un contexto social dominado por profundas inequidades. Si por una parte se reconoce su aporte a la construcción de espacios de enseñanza-aprendizaje en tiempos de distanciamiento físico, por la otra, surgen dudas sobre la calidad de los mismos y se visualizan con mayor claridad los condicionamientos socioeconómicos de esos aprendizajes y la profundización por esta vía de la brecha entre los diversos grupos sociales.

En el mismo sentido, si la posesión del equipamiento tecnológico y la conectividad necesaria constituyen un tema crucial, el carácter socialmente condicionado de los aprendizajes no lo es menos y en conjunto, tienden a ampliar las desigualdades que afrontan los sectores sociales vulnerables. Por otra parte, lo primero, condición necesaria relativamente asequible en la medida en que un programa especial de compra de material informático o de extensión de la conectividad pueden atenderlo, no constituye, sin embargo, una condición suficiente para garantizar un aprovechamiento pleno de las actividades on line. Éstas reclaman entre otros aspectos, ciertas habilidades para la aprehensión del conocimiento, una mayor autonomía de trabajo y disciplina para la organización del tiempo de estudio y un fuerte compromiso con las actividades de aprendizaje. Por otra parte, si siempre las condiciones de vida de estos estudiantes constituyen una fuente significativa de vulnerabilidad, la imposibilidad de aprovechar el ámbito de estudio (y socialización) que habitualmente ofrecen las instituciones, junto a las tutorías personalizadas, el intercambio en un contacto cara a cara y el trabajo en equipo de carácter presencial tienden a profundizar esas carencias.

Para muchos estudiantes, especialmente los que transitan los trayectos iniciales, la situación es más grave; considerado habitualmente como un tramo crítico, esta condición se ahonda y la pérdida de aprendizajes irá acompañada seguramente por cierta decepción con relación a la carrera escogida y a las posibilidades personales de desarrollar trayectorias virtuosas. El atraso en los estudios y el abandono o cambio de carreras constituyen consecuencias inevitables de este contexto, que pueden traer aparejados efectos sociales e institucionales de envergadura, vividos como fracasos individuales. Los grupos sociales se verán una vez más, afectados de manera dispar según el monto y la composición de su capital (económico, cultural, social).

Pero esta creciente desigualdad se extiende también a otros planos: se presenta dentro de las propias universidades en las cuales las disciplinas se ven afectadas de manera diversa, pero también en otros ámbitos. De tal manera, la capacidad para adaptarse a los nuevos requerimientos tecnológicos, profundizará la brecha entre las propias instituciones públicas, pero también entre las instituciones privadas según su dotación de recursos económicos. Seguramente ocurrirá otro tanto entre las públicas y las privadas, estas últimas habitualmente más atentas a los cambios de mercado y con mayor flexibilidad y capacidad de adaptación a las nuevas demandas. Se presentan también diferencias entre las regiones del país más o menos dotadas de conectividad, entre ámbitos rurales y urbanos, etc.

Desde la perspectiva de los docentes, la inhabilidad digital, la falta de capacitación ad hoc y los retos que plantea esta modalidad en términos de sobrecarga de trabajo, incertidumbre sobre la calidad de la práctica y sus efectos cognitivos y sociales tienden a generar una insatisfacción creciente de consecuencias aún no previstas.

Todas estas cuestiones deberían ingresar a las agendas institucionales pues más allá de la esperada superación de la pandemia, los cambios que se han ido manifestando dejarán huellas profundas. A esto se suma la discusión en torno a los alcances de la llamada universidad híbrida / mixta / dual que ya comienza a permear la agenda internacional.

La misma combina enseñanza presencial con enseñanza virtual construyendo de tal manera un modelo más flexible que -se propone- como la forma de alcanzar una mayor personalización de la experiencia individual según las necesidades de cada alumno. Se la suele llamar también blended learning, esto es, aprendizaje híbrido, semipresencial o combinado. Los cambios introducidos a partir de la pandemia han abierto pues, la caja de Pandora de la virtualidad y, por esta vía, se visualizan otros espacios hasta ahora no ocupados plenamente por el mercado y nuevas posibilidades para su expansión.  

En sí misma, la idea de aprovechar las potencialidades de la educación virtual, sumando sus aportes al modelo tradicional de universidad resulta interesante y puede efectuar un aporte importante a la renovación de la enseñanza. Sin embargo, en algunos países esta parece una propuesta tibia y comienza a plantearse la posibilidad de una generalización de la virtualización a través del establecimiento de una docencia puramente on line. Esto permitiría seguramente reducir costos (menos docentes, menos edificios, menos personal, menos insumos y más tecnología) y aumentar la competitividad dentro del mercado inaugurando un espacio de prósperos negocios y rendimientos en el sector. Basta revisar en medios de comunicación nacionales las numerosas publicidades de universidades privadas (y también algunas públicas) ofertando carreras totalmente virtuales, para poder apreciar que las nuevas/viejas formas de irrupción del mercado están alentando un cambio en la demanda universitaria.

Por esta vía podrían eliminarse, además, algunos “efectos secundarios” de la concentración estudiantil en instituciones y campus, como la formación en el pensamiento crítico, las movilizaciones o el reclamo por una mayor democratización interna y externa. Y se alterará sustantivamente la propia idea de vida universitaria. Sin duda, el modelo tradicional de universidad tiene numerosos grises, sobre muchos de los cuales podría operarse de forma relativamente sencilla. Sin embargo, la virtualización total no parece constituir una respuesta superadora. 

Nada será como era antes de la pandemia; pero esto, lejos de resultar paralizante, debería constituir un incentivo para estimular una transformación de las agendas de gobierno y de las institucionales. El contexto general es difícil en la medida en que se ha ahondado la crisis económica y social y por lo tanto aumentará la puja por la distribución de los escasos recursos. El desafío es enorme, pues se trata de –en un contexto de remercantilización del sector- aprovechar las potencialidades que ofrecen las nuevas tecnologías sin profundizar las desigualdades ya existentes. Utilizar los aspectos que nos sirvan de la experiencia internacional, efectuar un análisis integral de las políticas del sector y evaluar los programas desarrollados en los últimos años puede constituirse en un ejercicio provechoso para afrontar las nuevas y viejas urgencias y aprovechar la oportunidad que esta coyuntura nos ofrece.