La Universidad como derecho del pueblo

Eduardo Rinesi

 Universidad Nacional de General Sarmiento

Los tres primeros lustros de este siglo estuvieron caracterizados, en buena parte de América Latina, por la llegada al gobierno de nuestros países de partidos y líderes políticos de base popular y orientación política democrática y avanzada que produjeron un conjunto de transformaciones relevantes en la vida de nuestras sociedades. En ese marco son especialmente destacables las políticas que se desarrollaron en el campo educativo en general y en el universitario –que es el que aquí nos interesa– en particular. Promediando ese ciclo político regional, un acontecimiento especialmente destacable condensa y cristaliza en un texto de enorme importancia simbólica y política el espíritu que animó a todos estos cambios, y deja plasmado de manera perdurable, en una fórmula epigramática y contundente, lo que quizás constituya el gran legado de esos años. Que me gustaría sugerir que fue, más allá de la importancia de esta o aquella transformación normativa o institucional particular aquí o allá, un cambio de naturaleza conceptual: lo que en materia universitaria nos dejaron esos años de democratización de nuestra vida social, cultural y educativa, en efecto, es una nueva manera de concebir la educación superior, que por primera vez en nuestra historia pudo pensarse (y pudo dejarse por escrito que debía seguir pensándose en el futuro) como un bien público y social, un derecho humano universal y una responsabilidad de los Estados. Así lo establece, en efecto, la Declaración Final de la Conferencia Regional de Educación Superior organizada por el IESALC de la UNESCO y reunida en Cartagena de Indias en el año 2008. Nadie dirá que al hacerlo no establece un cambio decisivo en los modos de representación y de auto-representación de las instituciones de educación superior (en particular las más antiguas y prestigiosas en la historia de la cultura de Occidente: las universidades), que siempre se pensaron a sí mismas, y que siempre fueron pensadas, como lo que siempre fueron: eficaces máquinas de fabricar élites, y a las que ahora se les reclama repensarse como instituciones encargadas de garantizar lo que por primera vez puede pensarse como un derecho que es o que tiene que ser de todo el mundo.

Pero conviene precisar un poco lo que quiere decir este “todo el mundo”. En nuestro país el principio de la educación superior como un derecho universal fue incorporado incluso al cuerpo de la ley que rige el funcionamiento de las instituciones de ese nivel educativo, lo que es sin duda una gran cosa, pero en contrapartida no ha dejado de pensarse (incluso en las especificaciones de lo que hay que entender por tal derecho que propone el texto reformado de esa ley) como un derecho individual. Universal, cierto, en el sentido de que debe ser un derecho de todos los individuos, incluso y sobre todo de aquellos que por diversas razones estuvieron tradicionalmente más alejados de la posibilidad efectiva de ejercerlo. Pero en todo caso, siempre, individual. Contra esa simplificación del asunto, y contra una segunda simplificación, complementaria de esa, que es la que consiste en suponer que el derecho a la educación superior es el derecho a lo que las instituciones de educación hacen en un único terreno: el terreno de la formación, querría sugerir aquí que es necesario pensar también en el derecho a la educación superior como un derecho colectivo del pueblo, y como el derecho de ese pueblo a usufructuar los beneficios de lo que esas instituciones de educación superior (característicamente, entre ellas, las universidades) hacen también, además de en el terreno formativo, en los terrenos de la producción de conocimiento y de la articulación con las organizaciones sociales de los territorios, con la opinión pública y con los distintos niveles del gobierno del Estado. Decir que la educación superior es un derecho del pueblo quiere decir que el pueblo tiene (es decir: tiene que tener) derecho a que las instituciones de ese nivel educativo le provean los profesionales (y académicos y científicos y técnicos y profesores), le proporcionen los conocimientos (que nuestras universidades tienen que aprender a articular y a poner a circular en otros lenguajes, distintos de las criptolenguas en las que promueve sus conversaciones de intramuros) y desplieguen las acciones que ese pueblo necesita para su desarrollo, su realización y –si no es un exceso retórico hablar de esta manera– su felicidad.

En el actual contexto de crisis sanitaria en todo el mundo, y mirando al escenario que se abrirá cuando esta crisis (que todos los que saben sobre el asunto nos vienen advirtiendo que, a menos que muchas cosas cambien en los modos en los que la humanidad produce sus alimentos y más en general su vida, no será la última), las universidades tienen la obligación de repensar ese conjunto de funciones que despliegan atendiendo a un puñado de nuevos y muy serios desafíos, de los que aquí me gustaría indicar dos. Uno es el de convertirse en una interlocutora audible y reconocida tanto de las ciudadanías de nuestros países como de los gobiernos democráticos de nuestros estados. Otro es el de propiciar formas de trabajo académico que alienten (e incluso pre-figuren) estrategias de integración regional latinoamericana que deben desplegarse también a nivel de los gobiernos de nuestros estados a fin de potenciar su capacidad para conjurar la crisis sanitaria actual, para prevenir crisis futuras y para defender la soberanía política, económica, alimentaria y aun farmacológica de nuestros pueblos, de otro modo indemnes frente a los poderes concentrados del capitalismo global. El ideario de la integración latinoamericana animó la historia de nuestras universidades desde los años de la emancipación y la independencia, pasando por el ciclo de cuatro décadas que se tiende entre la Reforma Universitaria de 1918 y la Revolución Cubana de 1959, hasta las experiencias democráticas avanzadas de años más recientes. En esos años más recientes hubo en efecto un cierto impulso a la integración regional universitaria promovida (por así decir, “de arriba abajo”) por unos gobiernos que entendieron la necesidad de avanzar en el sentido de la integración política regional y aspiraron a que las universidades acompañaran ese impulso. No funcionó, y ese designio sin duda encomiable encontró incluso en las propias universidades fuertes resistencias. Hoy, en un contexto político regional diferente y bastante menos auspicioso, es necesario pensar, al revés, que nuestras universidades pueden y deben volverse, ellas, promotoras y, como decíamos, prefiguradoras de una unidad política regional cada vez más necesaria. No es solo a la escala acotada de nuestros países que es necesario pensar a la Universidad como derecho colectivo del pueblo. 

Pero ahora podemos dar todavía un paso más y sugerir que tampoco es a la escala mucho más amplia de nuestra región que debemos pensar la responsabilidad actual de nuestras universidades, que tienen que poder pensar un conjunto de problemas que tienen hoy una ostensible escala planetaria, que son problemas de toda la humanidad. Alguna vez, en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, escribió la filósofa alemana Hannah Arendt, comentando la obra de su maestro Karl Jaspers, que la humanidad, que nunca antes había sido más que un ideal más o menos abstracto, se había convertido entonces en una realidad urgente. Tenemos la impresión de estar ante una coyuntura semejante, en la que el viejo concepto (filosófico, literario, utópico) de “humanidad” se vuelve un concepto político, parte de una realidad política, motivo de un proyecto político. Para Jaspers, ese proyecto era el de construir, a partir del peligro inherente a la situación del mundo en que vivía (¿pero no es este en el que vivimos hoy por lo menos tan peligroso como aquel?), la perspectiva de una humanidad entendida como una comunidad de hombres y mujeres diferentes reconociéndose, comunicándose y construyendo juntos su identidad y su futuro común. Las situaciones que nos revelan lo que Judith Butler ha llamado la precariedad de nuestras vidas, de todas nuestras vidas, nos revelan también ese “tenue nosotros humano” –hermosa figura de sutiles resonancias levinasianas– que ata nuestra vida a las de todos y cada uno de nuestros semejantes, con los que integramos esa humanidad que hoy tenemos que pensar, que hoy nuestras universidades tienen que pensar. Y que tienen que pensar no como un objeto, no como una población víctima de los virus que a repetición la atacan ni como un mercado al que a repetición se le ofrecen las vacunas que se anuncian como la solución a todas sus desdichas, sino como un sujeto. Lo que nos impone (y les impone también a nuestras universidades) la exigencia política de pensar cómo ese sujeto puede construir, de manera democrática y plural, una voz capaz de levantarse para impugnar un cierto modo de organización técnica y económica de las cosas que viene destruyendo las condiciones mismas para la vida humana en el planeta.