Pedagogía universitaria y lazo emocional
Carina V. Kaplan
Universidad de Buenos Aires, Universidad Nacional de La Plata y Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
Cuenta la leyenda oriental que un hilo rojo invisible predestina a quienes necesitan encontrarse y vivirán una historia significativa, sin importar cuánto tiempo pase o las circunstancias que atraviesen. El hilo rojo puede enredarse, estirarse, tensarse o desgastarse, pero nunca romperse. Esta creencia opera con fuerza para que efectivamente el hecho ocurra o para que, al menos, tenga mayor probabilidad de acontecer.
En una línea similar, la célebre obra Pygmalion, del escritor inglés Bernard Shaw (publicada en el año 1913), también nos desafía a reflexionar sobre el poder de las creencias. El argumento central de la novela consiste en que un profesor, a la salida del teatro de ópera, toma nota de los modos de hablar en el mercado, en particular del lenguaje y gestos de una florista. El encuentro casual con un coronel sellará la apuesta: ¿será capaz de convertir el profesor a esa florista de barrios bajos en una dama de la élite?
Quienes pertenecemos al campo de las ciencias sociales encontramos una referencia ineludible a la cuestión de la relación entre creencia social y producción de destinos en la clásica obra Teoría Social y Estructura Social de Robert Merton quien recupera la idea de las profecías autocumplidas (la expresión inglesa es self-fulfilling prophecy). Ello para dar cuenta cómo, si una situación es percibida o significada como real, tendrá consecuencias reales. En otras palabras, los sujetos no actuamos solo por una caracterización objetiva de los hechos o personas, sino que median las interpretaciones subjetivas.
Merton parte del principio, que pareciera ser una obviedad pero que en ocasiones se descuida, que “los científicos son realmente seres humanos” (Merton, 1977, p. 425). Afirma que, si bien existe una vasta literatura en su época sobre el método científico y, por inferencia, sobre las actitudes y valores de los científicos, ésta se ocupa de lo que los sociólogos denominarían pautas ideales, pero no necesariamente acentúa, con el detalle requerido, “los modos en que los científicos realmente piensan, sienten y actúan” (Merton, 1977, p. 299-300).
Norbert Elias (1990) al aludir a la tradicional y hegemónica escisión entre objetividad y subjetividad, interpone un movimiento dialéctico entre compromiso y distanciamiento para recordarnos que, en todo conocimiento, incluso en el autoconocimiento, no hay ni entera subjetividad ni entera objetividad sino una mezcla de ambas. En lugar de objetividad versus subjetividad, propone los términos “compromiso y distanciamiento”; con lo que evita pensar a los atributos sociales y psicológicos como entidades separadas y dicotómicas. El término compromiso intenta establecer el grado en el cual una persona está afectada por el mundo exterior. Es decir, la disposición emotiva de un individuo para encontrarse implicado en su conexión con el mundo exterior.
Esta idea de que la subjetividad opera mediante creencias y anticipaciones de destino se aplica para el oficio de las y los profesores universitarios, universo laboral y simbólico del que formo parte. Es preciso aceptar que, junto con los saberes pedagógicos y disciplinares nos moviliza el hecho que somos seres sentipensantes y que colaboramos en fabricar destinos estudiantiles. En consecuencia, hay una afectación subjetiva personal en el hacer docencia e investigación y en la mirada que construimos sobre la subjetividad estudiantil. Siguiendo el razonamiento elisiano, la pregunta que cabe formularnos, en todo caso, es la referida a la distancia “adecuada” con respecto a nuestros estudiantes en referencia a cómo la interacción cotidiana con cada una y cada uno de ellos nos compromete emocionalmente.
Preguntarnos entonces cómo “dosificar con exactitud las actitudes de acercamiento y distanciamiento en relación con los demás” (Elias,1987, p.483), siendo que la docencia es una experiencia humana intersubjetiva que tiene historia. El conocimiento pedagógico que portamos las y los profesores, y que funciona con un sentido práctico, tiene memoria. Es necesario concebirlo como un producto colectivo de legado generacional y que no tiene principio. Así, el sujeto del saber pedagógico no somos solo cada una y uno de nosotros, sino las generaciones profesorales que nos antecedieron y la humanidad en su historicidad.
Desde el campo de la investigación educativa se ha conformado una tradición, la del denominado “efecto pygmalion”, que indaga justamente sobre las creencias, percepciones y tipificaciones de las y los maestros y profesores y en las relaciones de éstas con la desigualdad educativa. Poniendo de relieve el poder simbólico que posee el docente, en tanto autoridad pedagógica legitimada oficialmente, sobre la construcción de las prácticas pedagógicas y la experiencia estudiantil. Asumirnos las y los profesores como agentes constructores (y en ocasiones destructores) de los destinos estudiantiles permite pensarnos como parte de la lucha por el reconocimiento mutuo que se establece en el vínculo pedagógico.
La ficción japonesa, la obra de Bernard Shaw, el experimento mertoniano y la línea de investigación del “efecto pygmalion” me motivan para compartir aquí ciertas meditaciones sobre la estructuración emotiva y de trama vincular en la construcción de la experiencia universitaria. A la vez que la necesidad de explicitar una convicción: el profesor y la profesora que confían en las posibilidades de sus estudiantes ayudan a estructurar un efecto simbólico de destino. En la alquimia social las probabilidades objetivas o estadísticas se imbrican con las posibilidades simbólico-subjetivas, donde materialidad y esperanza se entrecruzan.
Lo que estoy deseando enfatizar, entonces, es que los sistemas de percepciones y representaciones entrelazan las estructuras sociales y las estructuras emotivas; teniendo presente que la mirada que construimos sobre la condición estudiantil debe su estructuración a elementos del inconsciente social. Interrumpir las relaciones de dominación simbólica involucra comprendernos como agentes movidos por elementos ocultos a nuestra conciencia.
En este ensayo problematizaré respecto de la incidencia de las categorías de los juicios profesorales sobre la producción de una conciencia de los límites, y en sintonía con ello, sobre la promesa o deuda que nos queda pendiente que es la de profundizar la cuestión de la construcción social de las emociones en la vida universitaria. Tal vez es hora de abandonar las viejas antinomias entre vida académica y vida afectiva hacia una pedagogía humanizadora.
Para comenzar señalemos que, si deseamos caminar hacia una comprensión integral de las prácticas universitarias resulta imprescindible la inscripción de la experiencia afectiva que mantenemos los actores en las instituciones cuando interactuamos interacción. Sennett (1982) sostiene que mediante las emociones las personas expresamos el significado moral y humano de las instituciones que habitamos. Las configuraciones sociales, las cadenas de interdependencia en las que transcurre la vida universitaria van moldeando aquellos sentimientos y prácticas deseables o indeseables. Estableciendo, a veces en forma tácita y por ende difícil de descifrar para los recién llegados, una red emocional que legitima ciertos sentires y deslegitima otros que no gozan de dicha legitimidad social.
Ciertas formas de ritualidad de la institución educativa generan situaciones que pueden operar como sentimientos de inferioridad y otras como autoafirmación. Respecto de la vivencia de inferioridad, es recurrente escuchar a un estudiante revelar que “no participo en clase porque me da vergüenza”. La vergüenza es una emoción netamente social que surge de las interacciones y se asocia a un sentimiento de descrédito. Para Elias (1987), es una suerte de miedo a transgredir las normas o expectativas sociales; por tanto, opera como un mecanismo de organización de los comportamientos en las instituciones.
Es por ello que la confianza es un sentimiento vertebrador de las relaciones pedagógicas fraternales: si confío en mi estudiante, confiará en sí mismo. Se abre así un horizonte simbólico de posibilidad. ¿A qué me refiero con ello? Axel Honneth (1997) describe la lucha por el reconocimiento en el sentido de cómo la autoimagen depende de la oportunidad de tener un constante respaldo o aceptación de los otros. Somos seres vulnerables y necesitados de los demás. Esta necesidad de reconocimiento continuo se vincula con el carácter performativo que adquiere la estima social en las sociedades modernas (Illouz, 2014).
El reconocimiento, del orden de lo simbólico, implica así la confirmación y el refuerzo de las afirmaciones y las posiciones del otro, tanto en el plano sociocognitivo como en el socioemocional. Desde un enfoque procesual de las emociones humanas, Johan Goudsblom (2008) destaca que el respeto (junto con el autorespeto) y el amor son los premios más preciados en la sociedad de los individuos. El sentirse respetado o, su contracara, sentirse tratado con falta de respeto, da cuenta de una dinámica social contradictoria de atribución de valor-disvalor.
La experiencia intersubjetiva de reconocimiento significa la reivindicación de la identidad mediante la mirada del otro que produce (auto)estima social. “La fabricación cultural de emociones y sentimientos ligados a la valía social nos constituye en nuestro proceso de subjetivación” (Kaplan, 2013. p.47). La mirada social tiene la capacidad de expresar juicios de valor (otorga y quita valor) porque se dirige a las raíces inconscientes, en un sentido sociológico, de un sentimiento de identidad que depende de la aprobación de los otros.
En instituciones de matriz histórica selectiva como lo es la universidad, defender la confianza en que todos y todas pueden aprender, disputarle sentido a la ideología de los dones naturales o dotes innatas, que sostiene la falsa pero eficaz creencia que hay un órgano para aprender dado a unos y negado a otros desde el nacimiento o por una naturaleza dada, es uno de los desafíos a construir para contrarrestar las miradas limitantes y limitativas sobre la condición estudiantil.
Si se interrumpe la lógica meritocrática del elitismo academicista, la educación universitaria actúa allí donde los límites objetivos parecen sentenciar a las y los estudiantes; contribuyendo a tensionar la conciencia de los límites. Es decir, colaborando para no ajustar mecánicamente sus deseos, sentimientos, esperanzas y horizontes a los límites sociales dados por su condición de origen, de género, étnica o discapacidad o por cualquier otra condición que se torna estigmatizante.
En las prácticas discursivas es habitual encontrar justificaciones sobre la desigualdad educativa basadas en creencias que responsabilizan al individuo de su propio éxito o fracaso y que pueden sintetizarse en “no le da la cabeza para el estudio” o “no nació para la universidad”. “Lo que natura nos da, Salamanca non presta” es un discurso fuertemente arraigado en nuestro sentido común.
La fuerza de estos discursos individualizantes y auto-responsabilizadores sobre la producción de la desigualdad reside en que, a través de modos sutiles, pero no por ello menos eficientes, impactan sobre las formas de pensar, actuar y sentir de los sujetos, esto es, sobre la producción de subjetividad. Este tipo de creencias suelen operar como profecías autocumplidas.
La línea de investigación del efecto pygmalion
El exponente clásico que intenta dar cuenta de las relaciones entre creencias, expectativas y profecías es “Pygmalion in the Classroom” (Pygmalion en la escuela) de Rosenthal y Jacobson (1968) que se desarrolla a mediados de la década de los 60 del siglo XX. En un contexto más amplio, esta línea proveniente de la psicología social, se enmarca a su vez en los enfoques sociológicos clásicos de la “teoría de la atribución”. Dado el espíritu de época, el Coeficiente Intelectual (en adelante CI) aparece como la variable crucial en la interpretación de las desigualdades sociales y educativas. A pesar de su sesgo experimentalista y de girar alrededor del CI, lo cierto es que dicha obra permite sentar las bases para una serie de estudios socioeducativos posteriores que correlacionarán la desigualdad en los desempeños y logros escolares con las tipificaciones y expectativas escolares, en donde la figura del maestro y del profesor comienza a jugar un papel preponderante.
En el prólogo de Pygmalion en la escuela, elaborado por sus autores, se explicitan los supuestos de partida. Uno importante consiste en afirmar que las personas hacen más a menudo lo que se espera de ellas que lo contrario; nuestra conducta está determinada en gran parte por reglas y expectativas que permiten prever cómo se comportará tal persona en una situación dada, aunque no hayamos conocido nunca a esa persona e ignoremos en qué difiere de las demás. Además, existe una gran variabilidad entre los comportamientos, de manera que podemos prever el comportamiento de una persona que conocemos, con mucha más seguridad que el de un desconocido. Ahora bien, nuestras expectativas sobre el comportamiento de esa persona serán más acertadas porque conocemos su conducta anterior. Pero tenemos ahora una nueva y buena razón para creer que otro factor interviene en la exactitud de nuestras predicciones. Nuestra profesión o profecía puede ser por sí misma un factor que determine la conducta de otra persona.
Este tema de la autorrealización de las profecías interpersonales resulta central. En definitiva, se indaga en “cómo la expectativa que una persona tiene sobre el comportamiento de otra puede, sin pretenderlo, convertirse en una exacta predicción simplemente por el hecho de existir” (Rosenthal y Jacobson, 1968, p. 9).El interés del estudio consiste en analizar cómo se expresan estas profecías en el campo educativo; es decir, dirige la cuestión a si la expectativa de un maestro sobre la aptitud intelectual de sus alumnos puede llegar a operar como una profecía educativa que se cumple automáticamente.
La idea del cumplimiento automático de las profecías que aporta Pygmalion en la escuela no es nueva, sino que procede de un programa de investigación probado en animales en el cual las profecías o expectativas fueron creadas en experimentadores de psicología con el fin de determinar si aquellas podían cumplirse automáticamente. En las pruebas anteriores realizadas con animales, cuando se hacía creer a los experimentadores que sus animales eran genéticamente inferiores, estos animales rendían menos. Por el contrario, cuando se les hacía creer que sus animales estaban mejor dotados genéticamente, el rendimiento de éstos era superior. “En realidad, por supuesto, no había ninguna diferencia genética entre los animales considerados torpes o inteligentes. Si los animales considerados como más inteligentes por sus experimentadores llegaban a serlo gracias a ello, entonces podía ser cierto que los escolares considerados por sus maestros como brillantes podían llegar a serlo a causa de esta opinión del maestro” (Rosenthal y Jacobson, 1968, p.221-222).
Resumiendo, los hallazgos del estudio de Rosenthal y Jacobson (1968), mencionemos que el 20 por ciento de los alumnos de una escuela elemental fueron presentados a sus maestros como capaces de un desarrollo intelectual particularmente brillante. Los nombres de estos niños habían sido extraídos al azar. Ocho meses más tarde el cociente intelectual de estos niños “milagrosamente” había aumentado de una manera significativamente superior que el del resto de sus compañeros no destacados a la atención de sus maestros. El cambio en las expectativas de los maestros respecto al rendimiento intelectual de los niños considerados como “especiales” provocó un cambio real en el desempeño intelectual de esos niños elegidos al azar. Según los investigadores este cambio se debió a varios factores que determinan la expectativa de los maestros sobre la aptitud intelectual de sus alumnos.
Antes, incluso, de que un maestro haya observado a un alumno realizando una tarea escolar, tiene ya una expectativa sobre su comportamiento. Si va a enseñar a un “grupo lento”, o de color, o de niños cuyas madres están necesitadas, él espera distintos resultados escolares que si va a enseñar a un “grupo rápido”, o a niños de un medio social más acomodado. Antes incluso de haber visto el trabajo del niño ha podido conocer resultados de sus tests de aptitud o de sus cursos anteriores, o pueden haberle comunicado informaciones menos formales que van constituyendo la reputación del niño. (Rosenthal y Jacobson, 1968, p. 10)
Bajo esta presunción es que Rosenthal y Jacobson convirtieron a una escuela pública elemental de un barrio de clase baja de una ciudad en un laboratorio en el cual se realizó la prueba experimental de su hipótesis. Oak School, donde se llevó a cabo el experimento, en los EE. UU, es caracterizada por los propios investigadores como una escuela a la que asiste un grupo minoritario de niños mexicanos que representan aproximadamente la sexta parte de la población escolar. Cada año, unos 200 de sus 650 alumnos abandona la escuela y cada año entran 200 nuevos. Ésta se organiza según el sistema de dividir cada curso de acuerdo a la aptitud: rápida, media, lenta. La aptitud para la lectura es la base fundamental de la distribución en estas secciones: el número de niñas y niños mexicanos es mucho mayor en las secciones lentas.
¿En qué consistió el experimento? A todos los niños de la escuela se les aplicó una prueba de inteligencia no verbal y tipificada. Este test fue presentado a los maestros como capaz de predecir el “florecimiento” o “despegue” intelectual. Al principio del curso que siguió a la aplicación del pretest en toda la escuela, se proporcionó a cada uno de los 18 maestros de los seis cursos, la lista de nombres de los niños de su clase que iban a mostrar en ese año un desarrollo extraordinario. Estas predicciones estaban basadas aparentemente en las puntuaciones obtenidas por los niños especiales en el test de “despegue” escolar. Aproximadamente un 20 por ciento de los niños de la escuela eran considerados como “despegadores” en potencia. Lo que resulta altamente revelador es que, en cada clase los nombres de estos niños habían sido distribuidos al azar; por lo tanto, concluyeron los investigadores que “la diferencia entre los niños especiales y los niños normales, estaba solamente en la mente del maestro” (Rosenthal y Jacobson, 1968, p. 223).
Numerosos estudios intentaron replicar o refutar la hipótesis central de Rosenthal y Jacobson consistente en que, en una clase dada, los niños de los que el maestro espera un desarrollo mayor mostrarán realmente tal desarrollo, con mayor o menor éxito. Algunos experimentales, como los de Palardy (1969), intentaron demostrar la existencia del vínculo entre expectativas y C.I., con diferencias notables en la metodología aplicada en Pygmalion en la escuela y sin llegar a confirmar la hipótesis central de Rosenthal y Jacobson. Al mismo tiempo, la indagación de Claiborn (1969) tuvo por objeto no sólo probar el efecto del sesgo del maestro sobre el C.I. del alumno, sino también capturar los cambios en el comportamiento del maestro debido a estos sesgos. Un intento interesante de considerar fue el de Jose y Cody (1979); aquí no se pone en duda la teoría del efecto de las expectativas, tal como había sido formulada por Rosenthal y Jacobson; más bien se discute que la sola transmisión de información genere expectativas fuertes en el maestro (Tenti, Corenstein y Cervini, 1986).
El estudio Mendels y Flanders (1973) sugiere que el proceso de interacción cotidiana maestro-alumno, el cual supone una transformación constante de las expectativas, se encuentra en la base de la explicación de los resultados alcanzados referidos a que no hay relación entre expectativas, el C.I. y el conocimiento adquirido. En el estudio conducido por Finn (1972) se investigó el efecto que tiene la información falsa acerca del C.I., la raza y el sexo (variables independientes) sobre las calificaciones del maestro (variable dependiente). Los hallazgos concluyen que el efecto de las expectativas debe ligar el fenómeno de las expectativas con las características más generales del medio en el cual se realiza el proceso educativo.
Otros estudios iniciales tuvieron como foco de preocupación la relación entre expectativas y patrones de interacción. Good (1970) mostró que existen diferencias cualitativas de interacción entre los alumnos mejor evaluados respecto de aquellos para los cuales se tienen bajas expectativas. Otros estudios similares se caracterizan por identificar patrones diferenciales de comportamiento a partir de determinadas orientaciones “naturales” del maestro hacia sus alumnos. Los antecedentes más lejanos de esta estrategia se encuentran en Jackson y Lahaderne (1969) y Silberman (1969). Este último estudio se centró en el comportamiento público a través del cual el maestro expresa sus actitudes.La breve revisión anterior que reconstruye las principales investigaciones iniciales acerca de las relaciones entre una dimensión del docente –expectativas- y otras del alumno -C.I., aprendizaje, comportamiento- que se producen en la práctica educativa, sugiere que los resultados alcanzados por Pygmalion en la escuela no pueden aceptarse sin precauciones. La existencia del efecto de sesgo por parte del maestro está sujeta a las características del diseño de la investigación. En particular, tiene especial importancia el carácter experimental o “natural” del diseño.
Nash (1973) y Rist (1970), entre otros, abogaron por una vinculación sistemática del concepto de “profecía que se auto-verifica” con la tradición del interaccionismo simbólico, orientándose al análisis de los procesos de “tipificación”. El esfuerzo de las investigaciones posteriores fue puesto entonces en comprender el fenómeno bajo una perspectiva teórica más general que recupere como problema central las relaciones entre las estructuras y las prácticas sociales. Esto último me ha conducido a sostener la necesidad de desarrollar modelos más complejos que el utilizado en Pygmalion en la escuela, en mi caso desde el campo de la Sociología de la Educación, para entender el proceso de construcción y transmisión de creencias y expectativas y su vinculación con la estructura social.
Los efectos simbólicos de los juicios profesorales
Las consideraciones volcadas hasta aquí hacen pertinente los interrogantes teóricos y metodológicos que introducen mis trabajos acerca del origen de las expectativas de las y los docentes (representaciones sociales, tipificaciones, juicios, actos de nominación, esquemas de percepción para la acción), la naturaleza de las mismas (su lógica, su estabilidad o mutabilidad) así como de los efectos simbólicos sobre la subjetividad estudiantil.
La Sociología Crítica de la Educación1 que está abocada a establecer las relaciones entre la desigualdad educativa y la desigualdad social representa una alternativa teórico-empírica a las tesis que colocan en los déficits, en las carencias, en cualidades o atributos intrínsecos al individuo o su grupo (inteligencias, talentos) las causas últimas de la desigualdad. Desde esta óptica del déficit o del proceso de biologización de lo social (propio del racismo de la inteligencia y del racismo académico), la diversidad de aptitud que muestran los sujetos en el desarrollo de las tareas académicas se corresponde con las inevitables diferencias inscriptas en la naturaleza humana, siendo estas últimas la fuente y origen de la desigual distribución del éxito o fracaso educativo.
Con estos argumentos, a los cuales suelo referirme genéricamente con la noción de “ideología del talento” o de los “dones naturales”, se intenta ocultar el verdadero origen de estas diferencias o desigualdades sociales —es decir, la desigual distribución social de los bienes materiales y simbólicos— y se justifican las posiciones de privilegio como producto de la “inteligencia”, los “genes”, o las “facultades innatas” de quienes individual o grupalmente las detentan. La tradicional noción tan mentada en la vida universitaria de “excelencia académica” suele ser funcional a este tipo de discurso biologicista de matriz racista que transmuta el orden social haciéndolo pasar por un orden biológico inexorable.
Precisamente, para establecer un punto de inflexión en los estudios iniciados con Pygmalion en la escuela sobre las clasificaciones de los maestros y profesores y su incidencia en la construcción de la experiencia y trayectorias estudiantiles, es preciso situarse a mediados de los 70, momento en el que Pierre Bourdieu y Monique de Saint Martín (1998) en Francia publican los resultados del estudio que se conoce como “Las categorías del juicio profesoral”. Se parte del supuesto de que el conocimiento de las y los profesores, en este caso de educación superior, ponen en juego sistemas de clasificación –taxonomías- que reorganizan la percepción y la apreciación y estructuran la práctica.
Las formas de clasificación son instrumentos de conocimiento pero que cumplen funciones que no son de puro conocimiento; funcionan como operadores prácticos a través de los cuales las estructuras objetivas que los producen tienden a reproducirse en las prácticas. Al igual que las formas primitivas de clasificación (de las que se ocuparon Durkheim y Marx), son transmitidas en y mediante la práctica fuera de toda intención propiamente pedagógica. De allí que las categorías profesorales son a la vez colectivas e individuales y se refuerzan y recrean en el funcionamiento de las instituciones de educación superior.
El estudio clásico “Las categorías del juicio profesoral” verifica cómo profesores y estudiantes se ponen de acuerdo, por una suerte de transacción tácita, para aceptar una definición mínima de la situación de comunicación en la institución. Allí Bourdieu y Saint Martín (1998), analizan la génesis y el funcionamiento de las categorías de percepción y apreciación a través de las cuales los profesores construyen la imagen de sus estudiantes, de su desempeño, de su valor, y producen juicios profesorales, sustentados por prácticas de cooptación orientadas por las mismas categorías.
A través de un minucioso seguimiento durante cuatro años sucesivos realizado a un profesor de filosofía, los investigadores pretenden verificar la hipótesis de la existencia de criterios implícitos en el juicio profesoral que funcionan como apreciaciones y que se relacionan con dos dimensiones: el origen social de los estudiantes (capital cultural heredado) y la sanción en cifras o nota promedio (capital escolar). El material empírico de la investigación son 154 fichas individuales de estudiantes de una clase de sexto año de bachillerato superior de una escuela parisina para mujeres. En estos documentos sobre los estudiantes establecidos alrededor de los años 60 (época del apogeo del CI como medida de la inteligencia y del éxito) se consignan, por una parte, los datos de nacimiento, la profesión y residencia de los padres, así como el establecimiento al que se asistió durante los estudios secundarios y, por otra parte, las notas (5 a 6 por estudiante) asignadas a las tareas escritas y a las intervenciones orales, acompañadas de apreciaciones justificativas.
Para elaborar la matriz de análisis diagramada como una “máquina de clasificar” (de la clasificación/taxonomía social a la clasificación/taxonomía escolar) se ha procedido del siguiente modo: a) Se ha clasificado a las estudiantes según la importancia del capital cultural heredado de sus familias; es decir, se ha establecido como entrada su distancia del sistema de enseñanza, guiándose por los criterios disponibles: residencia (parisina o provincial) y ocupación de los padres; b) Se ha clasificado a los adjetivos, concebidos como una de las formas de expresión del universo de los juicios del profesor sobre las estudiantes, desde los más peyorativos a los más laudatorios y c) Se ha colocado en el diagrama como producto final el promedio del conjunto de las notas obtenidas en el curso del año por cada una de las estudiantes.
De este diagrama surgen cuestiones interesantes para comprender las relaciones imbricadas entre género y clase social ya que los calificativos más favorables aparecen con más frecuencia a medida que el origen social de las estudiantes asciende. También se observa que las notas promedio suben a medida que se asciende en la jerarquía social, por ende, a medida que aumenta la frecuencia de los juicios laudatorios. Otro hallazgo significativo es que el origen parisino constituye una ventaja adicional dado que, a origen social equivalente, las parisinas obtienen calificativos más elevados.
Por su parte, las estudiantes procedentes de los sectores medios están ausentes del pequeño grupo de las notas superiores a la vez que se constituyen en el blanco privilegiado de los juicios negativos, y de los más negativos entre estos. Al respecto, indican Bourdieu y Saint Martín que
basta con reunir los calificativos que le sonaplicados preferentemente, para ver cómo se compone la imagen burguesa del pequeño burgués en tanto que burgués pequeño: pobre, estrecho, mediocre, correcta nada más, inhábil, torpe, confusa, etcétera. Las mismas virtudes que se les conceden son negativas también: escolares, cuidadosas, atentas, serias, metódicas, tímidas, prudentes, honestas, razonables. (1998, p.7)
Resulta curioso que la adjetivación “escolar” en la educación superior porte una connotación bastante negativa.
Además, un resultado relevante que se desprende del estudio es que la forma de clasificación adoptada por el profesor tiende a minimizar las diferencias entre las clases sociales. Ello es debido a que el mismo adjetivo puede entrar en combinaciones diferentes y recibir, por este hecho, sentidos muy distintos. Este es el caso, particularmente, de calificativos como “sólido” que, asociado a “cuidadoso” y “atento”, constituye un modo eufemístico de reconocer los méritos de la impecable mediocridad pequeño burguesa, mientras que combinado con “inteligente” o “sutil”, expresa la síntesis perfecta de las virtudes académicas. Es decir, que el lenguaje opera como una red de adjetivaciones jerarquizadas de matriz inconsciente.
Otro hallazgo destacable consiste en haber identificado que, cuando el origen social de las estudiantes es más bajo, a notas iguales o equivalentes, las apreciaciones del profesor son más severas y más brutalmente expresadas. Por contraste, las estudiantes de sectores más altos son calificadas –en el sentido de adjetivadas- con eufemismos, con sutilezas, con una mayor riqueza en el juego del lenguaje. Se ve en estos casos que los considerandos del juicio parecen más fuertemente ligados al origen social que a la calificación (nota) por medio de la que se expresan; esto es porque revelan más directamente la representación que el profesor se hace de la estudiante partiendo del conocimiento que tiene de su hábito corpóreo (esto es de los indicios corporales acerca del origen de clase) y de la evaluación que de él se hace en función de criterios ajenos a los que están explícitamente reconocidos en la definición técnica del desempeño exigido.
“El juicio profesoral se apoya, de hecho, sobre todo un conjunto de criterios difusos, nunca explicitados, nunca contrastados o sistematizados, que le son ofrecidos por los trabajos y los ejercicios escolares o por la persona física de su autor” (Bourdieu y Saint Martin, 1998, p.7). Las apreciaciones escritas u orales que el profesor hace de sus estudiantes constituyen una ocasión para afirmar los valores profesorales.
Los resultados de esta clásica investigación estarían indicando que son las palabras, el estilo del lenguaje hablado (el acento, la locución, la dicción), junto con el “hexis corporal” del estudiante (el porte y los modales, las formas de la auto-presentación; esto es, la apariencia física que percibe el profesor como indicio de clase), lo que constituye una referencia tácita o inconsciente desde un punto de vista sociológico en las apreciaciones del profesor en relación con los distintos estudiantes.
Las taxonomías socialmente constituidas, que son percibidas como signo de calidad y del valor de la persona, se asocian a los adjetivos y a las marcas percibidas del cuerpo o, dicho de otro modo, al cuerpo socializado.
El ‘hexis’ corporal constituye el soporte principal de un juicio de clase que se ignora como tal: todo sucede como si la intuición concreta de las propiedades del cuerpo, captadas y designadas como propiedades de la persona, estuvieran en el principio de una comprensión y de una apreciación global de las cualidades intelectuales y morales. (Bourdieu y Saint Martin, 1998, p.8)
Se desprende del estudio que las apreciaciones encarnan estimaciones inconscientes o construcciones simbólicas acerca de los límites, en muchos casos basadas éstas en las percepciones de las y los profesores sobre la condición estudiantil. Al mismo tiempo, estas estimaciones realizadas en función de condiciones sociales percibidas del estudiante, antecedentes al sistema de enseñanza, se mediatizan en las prácticas sociales de interacción en las instituciones de educación superior. Este punto resulta crucial para generar rupturas con ciertas representaciones y expectativas de matriz racista y elitista, interrumpiendo su naturalización, sobre todo teniendo en cuenta que en nuestro país se ha democratizado en las universidades públicas el acceso (y reciente egreso) a estudiantes que son primeras generaciones de universitarios en sus hogares.
Por lo expuesto, mis propias investigaciones se encuadran en un viraje en las construcciones de sentido acerca del universo simbólico representacional de los profesores con relación a las y los estudiantes. Las representaciones subjetivas de los profesores y sus consiguientes efectos de destino necesitan ser interpretadas desde una individualidad anclada en una trama de configuraciones sociales presentes y pasadas.
En virtud de lo expuesto, es dable afirmar que la tradición inaugurada por Pygmalion en la escuela hacia fines de los 60 y en educación básica, indudablemente dejó sentadas las bases para profundizar en el papel de las creencias y expectativas en las prácticas educativas. Los estudios sobre “tipificación” y los trabajos enmarcados en la tradición sobre “representaciones sociales” inaugurados por Serge Moscovici desde la psicología social (Castorina y Kaplan, 2003) plantearon formas de superación con relación a la tradición del denominado “efecto pygmalion”, aunque es particularmente “Las categorías del juicio profesoral”, indagación de raigambre sociológica y anclada en educación superior, el estudio que toma como base a las representaciones subjetivas de los profesores en el contexto de taxonomías y juicios con sentido práctico; a la vez que hipotetiza respecto de los efectos simbólicos sobre las prácticas escolares y sobre el desempeño y rendimiento estudiantil.
A esta altura, es pertinente puntualizar algunas cuestiones de los estudios que he realizado sobre el universo simbólico de las representaciones de los profesores y que representan un intento de síntesis superadora (Kaplan, 1992, 1997). Se intentó profundizar en los procesos de tipificación (inspirada en la línea del “efecto pygmalion”) y en la tradición de investigación sobre las representaciones sociales (que retoma Moscovici a partir de los aportes de Durkheim). Sin abandonar estas tradiciones, el desafío en mi trabajo consiste -en lo referido a las representaciones subjetivas de los profesores- en tensar sus límites de tal modo que permitan comprender y abordar a las representaciones subjetivas de los sujetos inscriptas en configuraciones sociales, esto es, en la memoria social y pedagógica. Las representaciones subjetivas son necesariamente sociales, hacen referencia a la dimensión simbólica que es constitutiva del mundo social, y es preciso poder interpretarlas ancladas, en sentido fuerte, en los contextos históricos y en las tramas culturales y emotivas donde los actores interactúan y les otorgan su sentido.
Las representaciones actuales adquieren su significado más profundo a la luz de los procesos objetivos y subjetivos de constitución de la personalidad social. Siguiendo de cerca las aproximaciones epistemológicas y metodológicas de Pierre Bourdieu (1988), afirmamos que el conocimiento acerca del universo simbólico de las y los profesores sobre la condición estudiantil requiere asumir explícitamente una posición dialéctica, procesual y relacional para significar a las representaciones subjetivas y a las configuraciones sociohistóricas, culturales e institucionales que pesan sobre las interacciones cotidianas.
El aporte principal de lo que puede llamarse la revolución estructuralista es el de aplicar al mundo social un modo de pensamiento relacional e identificar lo real con relaciones y no con sustancias. El espacio social está construido de modo tal que los agentes que ocupan en él posiciones semejantes o próximas son situados en condiciones y sometidos a condicionamientos semejantes, y tienen todas las posibilidades de tener disposiciones inconscientes e intereses semejantes, de producir por lo tanto prácticas también semejantes.
Ahora bien, este momento de ruptura objetivista con las pre-nociones, las ideologías, la sociología espontánea, las percepciones, es un momento inevitable y necesario de la trayectoria científica, pero es necesario operar una segunda ruptura con el objetivismo, reintroduciendo en un segundo tiempo lo que fue necesario descartar para construir la realidad objetiva. Sin duda, los agentes tienen una captación activa del mundo; construyen una visión del mismo. Pero esta construcción se opera bajo coacciones estructurales y en función de los puntos de vista (vistas tomadas a partir de un punto) de cada agente que son diferentes y hasta antagónicos.
Se desprenden de estas consideraciones al menos tres consecuencias: a) Que la construcción de la realidad social no opera en un vacío social sino que está sometida a constricciones objetivas y estructurales; b) Que las estructuras cognitivas y evaluativas o el conocimiento y valoración que los agentes producen sobre su mundo social son ellas mismas estructuradas porque tienen una génesis social y c) Que la construcción de la realidad social no es solamente una acción individual sino que puede también tornarse en una acción colectiva.
Por lo tanto las representaciones de los agentes varían según su posición (y los intereses asociados) y según su habitus, como sistema de esquemas de percepción y de apreciación, como estructuras cognitivas y evaluativas que se adquieren a través de la experiencia duradera de una posición en el mundo social. El habitus es a la vez un sistema de esquemas de producción de prácticas y un sistema de esquemas de percepción y de apreciación de las prácticas. Y, en los dos casos, sus operaciones expresan la posición social en la cual se ha construido. En consecuencia, el habitus produce prácticas y representaciones que están disponibles para la clasificación, que están objetivamente diferenciadas; pero no son inmediatamente percibidas como tales más que por los agentes que poseen el código, los esquemas clasificatorios necesarios para comprender su sentido social. (Bourdieu, 1988, p.134)
Lo que hace que nada clasifique más a alguien que sus propias clasificaciones: al clasificar a las y los estudiantes, las y los profesores hablamos (o mejor, somos hablados) por nuestras propias clasificaciones. Se torna entonces necesaria la pregunta sobre las condiciones sociales de posibilidad de los juicios profesorales, ya que a través del habitus los agentes sociales habitamos un mundo de sentido común, un mundo social que parece evidente. Así, la percepción del mundo social es el producto de una doble estructuración: por el lado objetivo, está socialmente estructurada y, por el lado subjetivo, también lo está porque los esquemas de percepción y de apreciación, especialmente los que están inscriptos en el lenguaje, expresan el estado de las relaciones de poder simbólico.2
Tal como anticipé, un efecto de dichas representaciones profesorales establecido por Bourdieu es el de la reproducción de la distinción social en el sentido que éstas contribuyen a legitimar las diferencias sociales en el interior de la vida educativa. Impactan en lo que Bourdieu (1991) describe como el “sentido de los límites”, esto es, anticipación práctica de los límites objetivos adquiridos durante la experiencia académica y que se expresa en premisas del tipo “hablar bien no es para mí” o “no nací para las matemáticas” o “no me da la cabeza para estudiar”. Se juega aquí la constitución de la auto-estima social de las y los estudiantes en el sentido de que ellos están continuamente abocados a adoptar una imagen de sí mismos y de su propio rendimiento, tomando el punto de vista nuestro, el de las y los profesores, en tanto que figuras autorizadas y legitimadas de la experiencia universitaria.
Justamente, una pregunta que invito a formularnos quienes ejercemos la docencia universitaria es acerca de las representaciones e imágenes que construimos sobre las probabilidades y posibilidades de desempeño y rendimiento estudiantil que funcionan como anticipaciones de destino. Teniendo en cuenta que las esperanzas subjetivas de nuestros estudiantes tienden a ajustarse a los límites materiales y simbólicos que se ciernen sobre sus existencias.
Una nota característica a considerar es el hecho de que lo propio del “sentido de los límites” es el implicar el olvido de los límites, precisamente por operar como mecanismo inconsciente de los sujetos, es decir, por producir que los agentes evalúen tácitamente los limitantes objetivamente dados asumiéndolos como auto-limitaciones. La gente tiende a sentirse subjetivamente excluida de aquello que la objetividad le ha marcado como fronteras. Por ser la doxa la primera experiencia del mundo social –esto es, la adhesión a las relaciones de orden que fundan de manera inseparable el mundo real y el mundo pensado y sentido, que por ello son asumidas o aceptadas como evidentes- los límites objetivos terminan, en muchos casos, asumiendo el carácter de condicionantes inmodificables.
Por medio de todas las jerarquías y de todas las clasificaciones que están inscritas en las cosas sociales, en las instituciones (en el sistema escolar o universitario) o en el lenguaje, “el orden social se inscribe progresivamente en las mentes” (Bourdieu, 1991 a, p. 481)
Los límites objetivos se convierten en “sentido de los límites”, anticipación práctica de esos límites objetivos adquirida mediante la experiencia social, sense of one´s place que lleva a excluirse subjetivamente (bienes, personas, lugares, etcétera) de aquello de que se está excluido objetivamente, vedando ciertos horizontes (Bourdieu, 1991 a, p.482). Las limitaciones que se auto-adjudican las y los estudiantes, entonces, se van estructurando en un proceso social tácito que tiende a ajustar, y por ende reducir, las expectativas de logro a sus posibilidades objetivas aceptadas como un destino propio y bajo un sentimiento de inferioridad y descrédito amplio. El sentimiento de vergüenza opera como una emoción de autoevaluación. El sujeto se siente expuesto a la mirada de los otros y es propenso a juzgarse desfavorablemente según cómo se autopercibe en la red interpersonal en la que participa.
No olvidemos que el talento y la inteligencia históricamente han estado asociados a los juicios de excelencia que se han fabricado sobre la condición estudiantil en las instituciones de educación superior. Cabe la pregunta acerca de cómo significamos las y los profesores dichas cualidades y cómo establecemos consiguientemente anticipaciones de destino.
La promesa del giro afectivo
Tal vez sea preciso reconocer que las investigaciones inspiradas en la línea del “efecto pygmalion”, incluso las propias, se detuvieron más en los actos de nombramiento que tienen un sentido práctico y menos en la estructura afectiva, ambos de matriz inconsciente. Probablemente ello sea debido a que, tal como lo hace notar Bericat Alastuey (2000), las teorías sociológicas de la emoción, explícitamente concebidas en tanto tales, no pueden encontrarse con anterioridad a la década de los ochenta del siglo XX. “La ‘construcción social de la realidad’ (…) ha prestado escasa consideración a la realidad emocional de los seres sociales concretos y a la realidad emocional de las sociedades” (Bericat Alastuey, 2000, p. 146).
Las contribuciones teórico-empíricas de la sociología figuracional de Norbert Elias junto a las de la sociología constructivista de Pierre Bourdieu nos aproximan a un enfoque del comportamiento humano que requiere pensar los procesos sociogenéticos y psicogenéticos en simultáneo. Por consiguiente, los procesos de construcción y transformación educativa solo pueden ser aprehendidos en mutua conexión; ligando los cambios de largo alcance de la estructura social y la estructura psíquica o emotiva.
Si las estructuras emocionales y las estructuras sociales son las dos caras de una misma moneda, ello significa posicionarse en un horizonte epistemológico donde ni las emociones pueden ser comprendidas sin tener en cuenta la dimensión estructural material de lo social, ni esta última puede ser interpretada si no se pone en juego la producción de la subjetividad en los vínculos pedagógicos.
En la medida en que las emociones están condicionadas por los contextos sociales no es posible comprenderlas si no atendemos la perspectiva relacional de los seres humanos. Desde una mirada sociohistórica y sociocultural, es preciso dar cuenta del cambio estructural de los seres humanos en la dirección de una mayor consolidación y diferenciación de sus controles emotivos y, con ello, también, de sus experiencias subjetivas y de su comportamiento.
Al pensar la afectividad es preciso asumir que ésta no puede ser reducida al despliegue de una interioridad individual deshistorizada. La trama de toda emoción es siempre relacional y situada. Lo que nos transporta, como anticipábamos, a presupuestos teóricos derivados de conceptualizaciones que se proponen superar la dicotomía objetivismo-subjetivismo donde individuo y sociedad ya no se piensen como entidades separadas, sino que se impliquen en una argumentación que permita una comprensión de las existencias individuales y colectivas de los seres humanos y sus interacciones en su integralidad. Es preciso continuar reflexionando sobre la relación sociohistórica entre lo racional y lo afectivo. Resulta significativa la pregunta acerca de cómo se estructuran los habitus emotivos o las disposiciones para sentir desde nuestra existencia humana como docentes. Las disposiciones para sentir son producto del aprendizaje y se interiorizan bajo la forma del inconsciente social que lleva impreso las marcas de la memoria y los signos de época.
Tal vez es hora de resignificar nuestro oficio docente teniendo en cuenta el giro afectivo relativamente reciente, que adquiere fuerza en el campo de la educación, consistente en la confirmación de la inscripción de las emociones como categoría interpretativa para poder acceder al corazón de las prácticas docentes universitarias. En consecuencia, podemos testificar que las interacciones con nuestras y nuestros estudiantes se estructuran a través de circuitos afectivos que posibilitan horizontes de posibilidad. Es tiempo de meditar sobre la fabricación de la cultura afectiva en nuestras instituciones: en qué medida contribuimos las y los profesores a otorgar o quitar (auto) valía social y educativa.
NOTAS
1 Deseo expresar aquí que, durante el desarrollo de este ensayo, al referirme a obras clásicas de investigación, me apego al lenguaje que utilizan los propios autores que se vincula a la época. De hecho, incluso la literatura tradicional de la sociología de la educación de matriz crítica utiliza nociones como sexo y raza en lugar de género y etnia.
2 Las relaciones objetivas de poder tienden a reproducirse en las relaciones de poder simbólico. De hecho, no todos los juicios tienen el mismo peso; los individuos y grupos que son más reconocidos y que son poseedores de un fuerte capital simbólico están en condiciones de imponer la escala de valor más favorable a sus productos, “(…) especialmente porque, en nuestras sociedades, tienen un casi monopolio de hecho sobre las instituciones que, como el sistema escolar, establecen y garantizan oficialmente los rangos” (Bourdieu, 1988, p.138).
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