Universidad en tiempos sombríos

Mario Pecheny

Doctor en Ciencia Política por la Universidad de París III. Profesor Titular de la Universidad de Buenos Aires e Investigador Principal del CONICET en el Instituto Germani.

Existirmos: A que será que se destina?

Pois quando tu me deste a rosa pequenina

Vi que és um homem lindo e que se acaso a sina

Do menino infeliz não se nos ilumina

Tampouco turva-se a lágrima nordestina

Apenas a matéria vida era tão fina

E éramos olharmo-nos, intacta retina

A cajuína cristalina em Teresina

Caetano Veloso, Cajuína.

Tiempos sombríos

Estos tiempos que vivimos pueden calificarse de tiempos sombríos, tiempos de oscuridad. Evoco la expresión que Hannah Arendt retoma de Bertolt Brecht para referirme a la incertidumbre vital que caracteriza el contexto de nuestras vidas, nuestro trabajo y nuestras universidades. Hace casi cuatro décadas, Norbert Lechner (1986) analizó cómo la incertidumbre plantea un problema para las democracias:

Hay épocas de certezas (tan firmes como falsas) y épocas de dudas. En nuestro tiempo la tendencia apunta a un desencanto radical, llegándose a identificar la democracia con la incertidumbre. El orden democrático nace de la secularización y, por tanto, no reconoce un fundamento trascendente. La crítica de las certidumbres ilusorias no debiera ignorar empero la demanda de certidumbre. Enfrentándonos a un futuro abierto, la modernidad plantea como problema fundamental cómo cerciorarnos de nosotros mismos. Si la democracia fracasa en dar cuenta de esta búsqueda, entonces suele surgir una respuesta autoritaria. (1986, p. XX) 

Desde entonces, la incertidumbre se volvió más extendida y profunda. Traigo la idea de incertidumbre para asentar las coordenadas del ensayo que se inicia: nuestras universidades se insertan hoy en un contexto de incertidumbre en el que actores restauradores y sus discursos autoritarios encuentran un terreno fértil para arraigarse y crecer. Con énfasis, razones y mecanismos variados, estos discursos y actores toman a la universidad como blanco privilegiado de sus ataques. La pandemia de COVID 19 lleva la incertidumbre y los ataques al paroxismo (volveré sobre este punto más adelante).

En el presente texto no hay datos y las referencias bibliográficas son escasas. El ensayo condensa reflexiones que fui proponiendo en diversos encuentros y presentaciones1, a partir de mi experiencia personal como docente e investigador, en diálogo con colegas de Argentina, Brasil y otros países y regiones del mundo. 

Me propongo reflexionar sobre el papel de la educación superior y la investigación científico-tecnológica en un contexto de tiempos sombríos, en un contexto hostil en el que la construcción pública de conocimiento está bajo ataque por la conjunción de las lógicas neoliberales, la restauración conservadora y el auge del fascismo; contexto hostil agudizado por la incertidumbre extraordinaria que provoca la pandemia global del COVID 19. Los ataques, que por economía de argumentación y por la carga político-emotiva que suscita califico de fascistas, apuntan a diversos aspectos inherentes o contingentes de lo universitario: su carácter público y su apuesta por las evidencias y el conocimiento (es decir, por la verdad empírica fundamentada y la argumentación lógica). Planteo asimismo que algunas lógicas que producen malestar en el seno de nuestra vida universitaria no provienen principalmente de fuera, sino que resultan de una dinámica en la que nos envolvemos nosotras/os mismas/os, en particular la exigencia acrítica de productividad y una cultura evaluativa acorde a dicha exigencia.

En lo que sigue propongo, entonces, reflexiones para pensar la universidad en tiempos sombríos: en primer lugar, los ataques a las ciencias sociales y las humanidades, a la universidad pública y la ciencia pública, a la verdad empírica; en segundo lugar, los malestares ligados a la cultura evaluativa en la que estamos y a la que contribuimos, cultura que termina por moldear nuestras subjetividades universitarias; en tercer lugar, el privilegio que supone, para nosotras y nosotros universitarios, contar con espacios públicos en los cuales podemos conversar acerca de nuestra situación y los dilemas éticos que enfrentamos; finalmente, termino el ensayo con un llamado, un llamado a aunar fuerzas desde las universidades públicas latinoamericanas para hacer frente a estos movimientos fascistas y estas lógicas que producen sufrimiento. 

Ataques fascistas a las ciencias sociales y humanidades, a la universidad pública y la ciencia pública, a la verdad empírica

Vivimos una época en la que investigar, dar clases, pensar e intervenir son prácticas que, en su deber de echar luz, se encuentran paradójicamente acechadas por la oscuridad. En Nosotros, los refugiados, un texto escrito en 1943, Arendt (2008) cuenta la experiencia de los judíos apátridas que, al ser desprovistos de ciudadanía o no ser ciudadanos de ningún Estado, carecen de su derecho a tener derechos, se vuelven superfluos y, como escribe sin ironía la autora, terminan siendo llevados a campos de internamiento por los amigos y a campos de exterminio por los enemigos. Es un texto de una potencia extraordinaria: habla de ella y de los suyos, en plena oscuridad. Por supuesto que entre los contextos de entonces y ahora hay insalvables distancias. Pero la circulación de discursos políticos en los que “sobra” gente, proyectos político-económicos en los que no caben ni podrían caber todas/os los habitantes del país o el planeta, principios puestos a consideración según los cuales hay categorías sacrificables en pos de algún bien mayor ( “achatar la curva” versus “salvar la economía”), circulación rápida y “eficaz” de falacias y mentiras, todos esos elementos creo me autorizan a traer un horizonte de experiencia y pensamiento en el que estamos lamentablemente sumidas/os.

En “tiempos sombríos”, escribe Arendt (1990), el ámbito público se oscurece y el mundo se vuelve sospechoso y poco confiable. La expresión conceptualiza y describe contextos históricos en los que a muchas y a muchos les tocó vivir. También remite a un estado del cuerpo desde el cual escribimos y pensamos. Tiempos de oscuridad definen hoy las condiciones que nos tocan en las universidades de América Latina y en otras regiones del mundo. 

En tiempos sombríos, estamos confrontados todo el tiempo a dilemas éticos. No son dilemas abstractos o intelectuales –o por lo menos no principalmente abstractos–, sino dilemas sobre cómo actuar, cómo responder a las acciones de los demás, cómo evaluar y tomar partido ante lo que los demás hacen a cada momento, en cada interacción. Uno de los dilemas de los que habla Arendt (1990) al referirse a Lessing (pp.13-42) es acerca de la actuación pública o el repliegue privado, acerca de juzgar o suspender el juicio, acerca de asumir identidades políticas y actuar en función de ellas, o camuflarse en el genérico humano. 

Hoy vemos cómo se plantean, a cada instante, dilemas que tienen que ver con vidas que son potencialmente sacrificables. ¿Cómo juzgar? ¿qué hacer en casos así? ¿cómo interactuar con quienes aceptan y alientan modos de vivir que suponen un mundo o aspiran a un mundo donde no hay lugar para nosotras, para nosotros, o para otras y otros que no somos nosotros pero son nuestros amores, amistades, o aun nuestros enemigos, que tienen derecho a estar en este mundo?

Para Arendt: “uno sólo puede resistir bajo los términos de la identidad que es objeto de ataque” (1990: 28-29). Hoy nos atacan por promover la equidad de género, por nuestra pertenencia a la universidad pública, por nuestra sexualidad, por defender el sistema público de salud, por pelear por los derechos humanos, por evitar muertes evitables. Es en esa intersección y en ese entrelazamiento sin nombre, que debemos lograr identificar la identidad de resistencia en estos tiempos. Pero ¿cómo? ¿cuáles son nuestras opciones?

Los tiempos sombríos son una imagen evocadora, identificable tanto en su generalidad como en las particularidades de cada uno y cada una. Tiempos personales, pero sobre todo tiempos colectivos. Por eso la tarea difícil es resistir a dejarse expulsar del espacio público, a la tentación de recluirse en el fuera del mundo, a apagar el Zoom. No dejarse expulsar del espacio público de la política, de las clases, de la academia, es una manera de no deshumanizarse, de continuar con una vida que, por el solo hecho de vivirla, pone en evidencia su carácter frágil y precario. A la vez, esas mismas carencias dejan expuesta la posibilidad del derecho a una vida digna de ser vivida.

(…) Es cierto que en los “tiempos de oscuridad” la calidez, que es el sustituto de la luz para los parias, ejerce una gran fascinación sobre todos aquellos que se sienten tan avergonzados del mundo tal como es que quisieran refugiarse en la invisibilidad. (Arendt, 1990: 26)

En oposición al repliegue y al encierro, la cálida alternativa es hacer política, es hablar y actuar, es seguir apostando por la vida (aun cuando la muerte esté ahí, acechando). Por eso es un tiempo de política. Sólo podemos resistir en los términos del ataque. Uno de los focos de mis investigaciones es el género y la sexualidad, que se ha vuelto uno de los vectores a través de los cuales los discursos autoritarios descargan su artillería sobre las universidades y más ampliamente sobre los movimientos de democratización. Los tiempos sombríos suelen ser de crisis política y económica, pero también suelen ser de pánico moral, desestabilizaciones o intentos de reordenamiento sexual y genérico. 

No se trata, en estos tiempos, de configurar como blancos de ataque derechos determinados, sino que es el propio derecho a tener derechos lo que es puesto en cuestión. Son construidas, una vez más, categorías de población como superfluas; proceso que precisa también de la movilización de afectos, del odio dirigido hacia aquellas categorías que se construyen. Una vez más, somos testigos de la paradoja que atraviesa y constituye al Estado: es condición de posibilidad del derecho a tener derechos, y perversamente, es a la vez –invadido por la fuerza o por la legalidad de los votos– el que en muchos países activamente expulsa, segrega, estigmatiza. Nuestros hermanos de Brasil y otros países pueden dar testimonio de ello.

Tiempos sombríos son, además, tiempos de presente continuo: no pasado (no hay memoria), no futuro. Hoy, con el COVID 19, sabemos de la importancia subjetiva de recomponer la experiencia de futuro como condición de posibilidad de vivir el presente. Estos tiempos obliteran tal posibilidad, al establecer un umbral de atemporalidad que hace parecer las condiciones actuales como inmutables. Esto da pie a pensar otro punto, otro afecto: el del miedo. Siento un escozor particular al recuperar estas notas para el presente texto, notas escritas hace un par de años, cuando no sabíamos de la pandemia que iría a instalarse en nuestro horizonte de experiencias.Marguerite Yourcenar escribió en una de sus novelas, Alexis o el tratado del inútil combate, que “nada nos acerca tanto a otros seres como el tener miedo juntos” (2000, p.31). Nos atrevemos a responderle a la Yourcenar que “depende”. Puede ser, lo hemos visto con los familiares de desaparecidos en la dictadura, con las madres contra la impunidad de la violencia institucional, o en el movimiento de personas viviendo con VIH; pero también, como mostrara Arendt, el miedo a menudo anula los vínculos entre los hombres, los apretuja, los aprisiona. El miedo también invita al repliegue. Asimismo, para considerar otro de sus riesgos, decía Norbert Lechner en los años noventa:

Los miedos son fuerzas peligrosas. Pueden provocar reacciones agresivas, rabia y odio que terminan por corroer la sociabilidad cotidiana. Pueden producir parálisis. Pueden inducir al sometimiento. Los miedos (como el miedo al sida) son presa fácil de la manipulación (1998: 182).

Estos tiempos sombríos que vivimos hoy en América Latina, y no sólo en ella, pueden comprenderse en una doble desestructuración que produce incertidumbre y demanda de un ordenamiento o reordenamiento que adopta tanto un carácter nostálgico, uno de ellos, como crítico, el otro: la desestructuración capitalista neoliberal y la desestructuración de las jerarquías de género heteropatriarcales. Dicho de manera simple: por un lado, en las últimas décadas el capitalismo como modo de acumulación y de organización social no cumple siquiera como utopía y discurso su promesa de inclusión a través del mercado de trabajo, de movilidad ascendente mediante el esfuerzo, de crecimiento, con impacto particular en la identidad subjetiva del “varón proveedor”; por el otro, gracias a las luchas de las que participamos muchas y muchos de nosotros, las jerarquías sexogenéricas y generacionales y el orden político-institucional basado en, y reproductor de, dichas jerarquías, se han resquebrajado, con impacto particular en la identidad subjetiva del “varón marido y padre de familia”. Es todo un mundo de referencias de certidumbre que no existe más –aun cuando dichas referencias y certidumbres hayan podido ser, siempre, ilusiones–.

En la intersección de ambas desestructuraciones civilizatorias se rompen espacios, tiempos y relaciones. El neoliberalismo y las revoluciones de género, ambos, desestructuran el orden tal cual fue vivido durante décadas – el modelo desarrollista del capitalismo asociado al estado de bienestar/populista, y el orden patriarcal de las jerarquías de género. Sin la utopía de la movilidad ascendente y sin las rigideces del poder patriarcal (orden jerárquico de género y generación), los puntos clave de certidumbre ontológica del orden socio-político se desvanecen. Y es entonces que los intentos de restauración pugnan por volver, autoritaria y nostálgicamente, a un orden que – lo sabemos – nunca cumplió sus promesas. La destrucción de los puntos de certidumbre se sobreimprime a las consecuencias producidas globalmente y localmente por la pandemia de COVID 19: no hay certidumbres económico-laborales, no hay certidumbres en las relaciones interpersonales, y ahora la pandemia suspende nuestra noción de espacio-tiempo. ¿Cómo, en este contexto, no van a aparecer discursos y actores que pretendan –autoritaria, mágica, inescrupulosamente– restaurar un mundo perdido de certidumbres?

Tal restauración toma a lo universitario como blanco de ataques, puesto que la universidad es un actor central del proceso de cambio civilizatorio, y es percibida como “aguafiestas” ante soluciones autoritarias, mágicas e inescrupulosas. La incertidumbre de la crisis capitalista y patriarcal, exacerbada por la aparición del coronavirus, se inscribe en una duración histórica que la precede largamente. Uno de los procesos hostiles hacia la universidad, la investigación científica y la política democrática, es el reclamo por la utilidad inmediata: todo debe responder a la pregunta ¿para qué sirve?, en términos de inmediatez y en términos de un reduccionismo económico. El COVID 19 aceleró los tiempos de la pregunta por la utilidad y planteó, de manera aún más dilemática, la cuestión de la utilidad social: la salud versus la economía.

Los ataques se emprenden contra la universidad y la ciencia en relación con diversas acepciones de lo público. No voy a abundar aquí en detalles; las lectoras y los lectores de esta publicación lo saben mejor que yo. Simplemente enumero: a la restauración conservadora le molesta el carácter público ligado a la gestión y liderazgo estatal; el financiamiento con recursos públicos; el carácter abierto, accesible, no privativo de lo público;  la publicidad de las acciones y por ende la rendición de cuentas; el carácter abierto y democratizante que se establece cuando algo no es propiedad privada ni privilegio, sino que se presenta como un derecho a alcanzar y como medio para que categorías históricamente dominadas, excluidas, marginadas puedan acceder a otros derechos (la educación superior y la ciencia públicas como recurso material y simbólico para garantizar la ciudadanía). 

En tiempos de restauración conservadora, sustentada en la difusión de falsas noticias y la propagación de creencias explícitamente anti-científicas y anti-intelectuales, la propia verdad empírica se vuelve objeto de desconfianza y elemento clave de la comprobación paranoica de teorías conspirativas. 

El fenómeno no es nuevo, ya Hannah Arendt mostró cómo los totalitarismos no se basan sólo en ideologías con determinadas características, sino también en el borramiento y la falsificación de verdades comprobables, es decir, la verdad proposicional, empírica, observable, articulada en argumentaciones lógicas, con procedimientos validados. Algunas respuestas ante el COVID 19, irresponsables y con consecuencias en términos de enfermedad y muerte, que hacen sinergia con los discursos conspirativos y restauradores en términos de clase/capitalismo (y geopolítica) y género/generación, recurren casi caricaturalmente a discursos anti-científicos, anti-intelectuales y anti-universitarios. El papel de la producción pública de evidencia y de la socialización democratizante de los espacios de conocimiento es clave como obstáculo para los intentos restauradores, que son, lo vimos en nuestro continente, a menudo muy violentos.

Malestar en el SIGEVA

El contexto es hostil  para nuestra vida en la universidad. Pero también hay fenómenos que no son únicamente exógenos, o que tienen una dimensión endógena que los hace posible y que produce malestar subjetivo. Me refiero a la exigencia de cada vez más carga de trabajo y mayor productividad “objetivable” y medible con instrumentos cada vez más homogeneizantes. Michel Foucault (1978, 1979) acuñó el término gubernamentalidad (gouvernementalité) para describir modos de regulación de comportamientos que no se explican por intencionalidades de nadie sino por relaciones reguladas a partir de sus propias lógicas, y en este sentido Pierre Lascoumes y Patrick Le Galès (2004) desarrollaron la idea del “gobernar a partir de instrumentos”. Para decirlo rápido: nuestras prácticas docentes e investigativas cada vez más forman parte de una gubernamentalidad neoliberal (uso el adjetivo por economía argumentativa) determinada por instrumentos, incluso por una herramienta virtual, que formatean no sólo cómo nos evalúan y evaluamos, sino cómo planificamos o deberíamos planificar nuestras carreras. Uno de los problemas que se derivan de esto, pero no el único, es que los instrumentos son más ergonómicos para determinados perfiles, disciplinas, contextos, generaciones, momentos de la carrera, que para otros. 

Los malestares que tenemos docentes e investigadoras/es universitarias/os en relación con la objetivación de nuestro trabajo, cómo se evalúa aquello que hacemos, en el contexto de una interpelación sobre la utilidad y productividad en tanto fundamentos de la legitimidad y el valor no sólo del trabajo que hacemos sino de quiénes somos, se explican por la creciente puesta en crisis de ese valor público y de ese valor ligado a la producción de verdades (evidencias, argumentos) con una temporalidad no inmediata y una traducción no económica en un sentido reducido. La consagración de estándares evaluativos (Beigel y Gallardo, 2020) que responden a ciertos modelos de universidad y de ciencia (“del Norte”, biomédica, en inglés, publicada en revistas en el formato paper con revisión ciega de pares, etc.), terminan por moldear, no sólo todo tipo de trabajo docente-investigativo-de vinculación o extensión, sino la propia subjetividad de quienes trabajamos en la universidad. El SIGEVA, esa plataforma informática que registra nuestra producción y trayectoria, no sólo mide nuestra performance, sino que orienta la performance: aquello que valora, pondera e incluye, y aquello que no valora, no mide y excluye.

Digo que no moldea únicamente el trabajo, sino también subjetividades. Nos vuelve locos y locas. Plantea exigencias imposibles de resolver –en tiempos de pandemia y en tiempos normales–. Hoy debemos: dar clase, investigar, hacer extensión o vinculación, evaluar, someternos a evaluación y “categorizarnos”, formar recursos humanos mediante clases y dirección de tesis y becas, hacer coaching, participar de comités de ética, participar de comités de violencia laboral y de género, obtener subsidios, buscar fondos, hacer gestión institucional, hacer política sindical, aprender y facilitar la virtualización de la enseñanza, la investigación y la gestión, debemos publicar en inglés (o sea traducir), ir a congresos, dirigir y gestionar publicaciones, mantenerlas indexadas, seguir formándonos, contribuir con nuestra producción a que nuestra institución se mantenga o ascienda en algún ranking, y alguna que otra cosa más. Todo ello con salarios bajos y pocos o nulos recursos complementarios.

Es la práctica del double bind o doble vínculo, el discurso “esquizofrenizante” que plantea una exigencia prácticamente imposible de alcanzar. Este es un rasgo definitorio de la subjetivación neoliberal: debes ser buen padre/buena madre, estar en pareja, ganar dinero, triunfar profesionalmente, disfrutar del sexo y de la vida, hacer deporte, practicar el ocio, viajar, ser buen ciudadano o buena ciudadana, cuidar tu salud,…, todo eso y mucho más, pero los medios para cumplir con las exigencias e interpelaciones son cada vez menos accesibles, y el tiempo cada vez más escaso. Esta subjetivación neoliberal en la vida universitaria se plantea cada vez con mayor potencia y extensión. Uno de los aspectos interesantes de esta exigencia es que somos a menudo nosotras y nosotros mismos quienes nos la autoimponemos.

Los insumos y los recursos necesarios para desarrollar una labor científica, así como una política clara capaz de orientar dicha práctica, escasean hoy en la Argentina. Pero nuestro malestar no sólo refiere al problema presupuestario y la degradación de las condiciones del trabajo docente, intelectual y científico en nuestro país, sino también (y sobre todo) al desarrollo aparentemente incontenible de una apuesta por la productividad, situada a su vez en un contexto global más amplio, en esta época a la que nos referimos como de tiempos sombríos. La mixtura entre la apuesta por la productividad neoliberal (como sea que se defina ésta) y las amenazas autoritarias (los tiempos sombríos), producen un ataque muy poderoso contra las ciencias básicas, y muy concretamente contra las humanidades y las ciencias sociales. Como expresé más arriba, no nos queda otra que resistir. 

Propongo retomar para nuestro análisis la categorización de las ciencias que realizara Jurgen Habermas (1982) entre ciencias empírico-analíticas, ciencias histórico-hermenéuticas y ciencias críticas (Pecheny y Zaidan, 2019). 

Las ciencias empírico-analíticas, las que siguen el modelo positivista de las ciencias naturales, aquellas consagradas en prestigio y en instrumentos institucionales de validación, se juzgan cada vez menos por la medida en que logran dominar la naturaleza y por su éxito técnico en el largo plazo; más bien se las evalúa cada vez más en virtud de su aplicación y utilidad inmediatas, ligadas a la utilidad (económica) para el corto plazo. Exagerando (sólo un poco), podemos decir que han sido teñidas de un “como si”. El discurso neoliberal de sentido común sobre la utilidad de la ciencia y la técnica produce y reproduce visiones que remiten a la construcción incremental del conocimiento. La evaluación estandarizada y cortoplacista propia del neoliberalismo, plantea tensiones de objetivación de las prácticas científicas y su vínculo con las políticas basadas en evidencias: no hay cuestionamiento de las políticas, pues no se cuestionan los procesos de la producción de evidencia, ni qué evidencias se consideran válidas. Por eso mismo, la tensión no es una carga específica de las ciencias sociales y humanidades, sino que termina por cuestionar a toda la ciencia básica, la exacta y la natural, en tanto se salen de la satisfacción inmediata y la traducción técnica inmediata con impacto medible económicamente. 

Las ciencias histórico-hermenéuticas se encuentran, por su parte, en una doble tensión. Primero, en tensión con las ciencias empírico-analíticas, que con todo y a pesar de todo determinan el juego de lenguaje científico –proveen las reglas del método, el tipo de evidencia, hasta el formato del paper, de la tesis, del curriculum vitae. Los formatos deseables y los formatos estándar de la evaluación son más ergonómicos para las empírico-analíticas que para las hermenéutico-históricas. La estandarización del formato paper y de otros formatos valorados (incluido el libro, por ejemplo) autorizan más a determinadas disciplinas que a otras, y algunas maneras de practicarlas son más premiadas que otras. En este contexto, vemos hoy la pugna de otros saberes por ingresar a la ciudadanía científica: prácticas y formatos híbridos o border, como por ejemplo la performance. La cuestión de formatos y de objetivaciones reconocidas, es un problema científico e intelectual grave para nuestras ciencias sociales y humanidades. Segundo, las ciencias histórico-hermenéuticas están en tensión con la interpelación desde la utilidad inmediata: lo práctico deviene técnico, y las objetivaciones medibles son para las humanidades aún menos ergonómicas que para las otras ciencias. A esta doble tensión de las ciencias hermenéutico-históricas (con las empírico-analíticas por un lado y la utilidad o aplicación inmediata por otro) se le sobreimpone un sesgo estructural de subordinación: la tensión entre disciplinas racionales, masculinas, duras, y las disciplinas feminizadas, littéraires, blandas.

Finalmente, las ciencias críticas (en tiempos del texto de Habermas, el marxismo y el psicoanálisis) parecen haberse reformulado con otras preguntas y perspectivas: como los estudios y teorías de género, feministas, queer, pos- y de-coloniales, crip, etc. En todo caso, estos estudios y teorías todavía pugnan por adquirir derecho de ciudadanía académica, tanto en la investigación como en su institucionalización en la educación superior, y no es extraño que constituyan blancos privilegiados del ataque universitario por parte de los sectores hostiles conservadores y restauradores. 

Un comentario más: lo dicho hasta aquí no implica que el reclamo de utilidad inmediata de la producción de conocimiento esté presente exclusivamente en los discursos neoliberales. La pregunta por la utilidad de aquello que hacemos no proviene sólo de los profetas del ajuste, sino también de grupos y corrientes que los enfrentan. Existe un cuestionamiento populista a la (in)utilidad, expresado en la proliferación – incluso en el seno de la universidad pública – de un anti-intelectualismo plebeyo, así como también en una impugnación militante en el contexto de las disputas acerca de quién puede hablar de manera autorizada sobre algún tema o problema social, que se traduce en la pretensión de monopolio (y ejercicios de censura) por parte de aquellos/as “portadores/as de la experiencia”.

En conclusión, el formato productivista y objetivado según tipos acotados de legitimación de la labor investigativa (y por ende académica y universitaria) produce y reproduce malestar en la comunidad universitaria y de la ciencia y técnica –pero a su vez es, en gran medida, producido y reproducido por la propia comunidad. En tiempos en que la legitimidad de la producción del conocimiento científico en las instituciones públicas de la educación superior y la investigación científica está cuestionada por un discurso que articula voluntad de restauración social (de clase, de género, de generación) con ataques anti-intelectuales y anti-científicos en clave conspirativa – que impugnan la utilidad y costo-efectividad de la inversión en dichos campos–, desde el interior de las instituciones de educación superior y de ciencia y técnica somos conscientes de la alienación involucrada en exigir y mostrar cada vez mayor productividad, utilidad mensurable y traducción inmediata. Pensar una temporalidad y legitimidad de la educación superior y de una investigación científica pública en clave menos individualista, más colectiva, menos inmediatista, y de más larga duración, es un desafío que la pandemia, me parece, paradójicamente, nos obliga a tomar en serio.

Los espacios públicos y la solidaridad latinoamericana

El malestar al que estamos sometidas y sometidos no se configura sin más como una exterioridad, sino que necesita de la reiteración de prácticas –nuestras– para su reproducción. A las tensiones entre tipos de conocimiento, a las tensiones con la pretensión de utilidad inmediata, y a la jerarquía excluyente de formatos objetivados, se suma el malestar derivado propiamente de la subjetivación neoliberal. El neoliberalismo ha sido capaz de confeccionar un imaginario atomizante, que internaliza en el inconsciente colectivo el principio rector de la competencia. Tomar conciencia de los modos de subjetivación propios de la forma neoliberal de producción capitalista es necesario si pretendemos aminorar de alguna manera el malestar que nos invade. Sin embargo, y a la vez, debemos tomar conciencia de otro aspecto de nuestra posición en la sociedad. Hoy, muchas y muchos padecemos todos los males del capitalismo, del neoliberalismo, de las tensiones cruzadas que fueron evocadas más arriba, es cierto, pero desde el privilegio. En estos tiempos sombríos, nuestro privilegio no es solo que tenemos trabajo y salario, y realizamos además el trabajo que elegimos, sino que frente a los dilemas éticos constantes que impone el contexto del capitalismo neoliberal, todavía contamos con espacios públicos en el seno de los cuales intercambiar con nuestros pares para pensar colectivamente tales dilemas. No es sino en la identificación simultánea de las causas de nuestro malestar y de nuestra posición de privilegio, que podremos reflexionar acerca de formas de resistencia.

Mi reflexión sobre el privilegio de contar con espacios públicos para compartir problemas y dilemas, se inició ante la re-aparición de los Bolsonaros y los ataques a compañeras y compañeros en universidades de distintos lados del mundo. En tiempos de COVID 19 y de aislamiento social, este privilegio se ve con mayor claridad. Con todo y a pesar de todo, en la vida universitaria podemos todavía compartir reflexiones sobre las condiciones de nuestro trabajo y de nuestras vidas. No es algo que la mayoría de la población pueda hacer. También muestra las condiciones desiguales que – reconozcamos – en tiempos ordinarios quedan a veces opacadas en el seno de la comunidad universitaria y científica: desigualdades ligadas a la clase y los recursos económicos, pero también a la diversidad regional, al género, a la generación, al encuadre institucional. En tiempos sombríos, quienes estamos en una situación de privilegio tenemos un compromiso mayor.

En Argentina contamos con una sociedad, un gobierno y un Estado que sostienen la vida universitaria y científica, aun con las dificultades que conocemos y padecemos. En otros países de la región, la situación está más complicada. Como en otros momentos de nuestra historia latino-americana, la solidaridad entre colegas e instituciones es fundamental: como solidaridad intelectual, académica, ciudadana y humana. 

NOTAS

1 Una versión parcial y previa se puede leer en Pecheny y Zaidan, 2019.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Pecheny, M. y Zaidan, L. (2019). Humanidades, ciencias sociales y política científica. En Contreras, S. et al. (Eds.). Las Humanidades por venir. Políticas y debates del siglo XXI. Rosario: IECH, pp. 346-361.

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