El Legado de la Ley Avellaneda Entrevista a Marcela Mollis*

Marcela Mollis

Universidad de Buenos Aires (UBA)/Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF), CONICET

Esta publicación se propone recordar -a modo de homenaje- a Juan Carlos del Bello (1951-2021), una figura relevante en el campo de la educación superior argentina, reconocido como “hacedor de políticas públicas”. Juan Carlos del Bello, fue un hombre orientado por una inteligencia sobresaliente y una enorme pasión, ambas ancladas en sus ideas y acciones, en sus obras y legados. Formó parte de la historia de la educación superior argentina desde los 90’s hasta el presente, diseñando desde el punto de vista legislativo e institucional, políticas innovadoras por momentos resistidas, las cuales sentaron las bases de la modernización del sistema universitario.

La entrevista que sigue recupera parte del contenido publicado en el libro Historia del Sistema Universitario Argentino, cuya investigación histórica estuvo a cargo de Juan Carlos Del Bello y Osvaldo Barsky y las entrevistas fueron realizadas por Juan Carlos Del Bello, editado por la Editorial Universidad Nacional de Río Negro (UNRN), Buenos Aires, 2021 (695 páginas)

Te invito a que charlemos sobre la primera ley universitaria, la Ley Avellaneda de 1885. ¿Cuáles son tus reflexiones acerca de su contenido y el significado que tuvo para el sistema educativo? 

La Ley 1597 llamada “Ley Avellaneda” fue la primera promulgada para regular nuestro magro sistema universitario, conformado por entonces por dos universidades: la Universidad de Córdoba y la Universidad de Buenos Aires. Su principal rasgo fue la ductilidad que le permitió seguir siendo actual durante décadas, aunque el conocimiento sobre su impacto histórico resulta escaso. En 1885, durante el gobierno de Julio Argentino Roca, se pretendía fortalecer el papel del Estado-nación para convertirse en un Estado docente. Desde ese punto de vista, Roca y sus ministros aspiraban a que las universidades públicas estuvieran al servicio de la consolidación del sistema educativo nacional. Por entonces la “autonomía universitaria” refería a la necesaria vinculación entre ese particular Estado docente y las universidades en tanto cúpulas del sistema. Sin dudas, reflexionar sobre dicho vínculo resulta oportuno para revisitar la naturaleza de la relación entre Estado y universidad. De acuerdo con nuestra primera Ley universitaria, el concepto “autonomía” significa que el Estado nacional monitoreaba y velaba por el destino de esas dos universidades respetando a su vez “la libertad académica de las facultades”; es decir, los cuatro artículos de la Ley aseguraban el resguardo de la libertad de las facultades para poder elegir sus planes de estudio y proponer sus profesores. Los consejos universitarios aprobaban la terna de profesores propuesta por las facultades, posteriormente el Estado convalidaba y/o elegía un profesor de dicha terna. El Estado nación tenía además la capacidad de vetar los estatutos y la de colaborar con las facultades en la búsqueda de un fondo universitario para sostener las actividades que ellas planificaran.

¿Cómo posiciona esta ley a las facultades?

Desde el punto de vista histórico, la universidad era por definición “una federación de facultades”. De este modo, la responsabilidad académica y administrativa estaba depositada en las facultades, y la universidad en sí tenía un poder casi simbólico, semejante al de las monarquías parlamentarias en las que el rey podía opinar, pero finalmente las decisiones legales las tenía el Parlamento. Ese espíritu que otorgaba poder administrativo y pedagógico a las facultades, perduró en el entramado de las universidades más tradicionales argentinas. La Ley Avellaneda fue reconocida como garante de la autonomía universitaria entendida como “independencia absoluta del Estado nacional” a lo largo de la historia argentina. Sin embargo, consideraba que «los consejos directivos gozaban de independencia para definir sus asuntos académicos, aunque el Estado intervenía en la selección profesoral y en la capacidad de veto sobre los reglamentos y estatutos”. En este sentido, su propia narrativa describe un Estado nacional activo en su relación con las instituciones universitarias más que un Estado ausente. Esta descripción es suficientemente compleja para resignificar el concepto histórico de autonomía como “dependencia relativa”: las decisiones pedagógico-académicas quedan en manos de las instituciones a la vez que el Estado-nacional monitorea las misiones universitarias derivadas de los reglamentos y estatutos y de sus profesores.

El sistema de las ternas previo al concurso generó un debate entre el senador Avellaneda y el ministro de Educación, porque Avellaneda no quería que el Poder Ejecutivo a través del Ministerio eligiera un docente de la terna, sino que entendía que debía ser designado directamente por la unidad académica. ¿Cuál es tu mirada en este sentido? ¿El Estado no le podía dar tanta autonomía como para designar finalmente al docente de cátedra? 

Esta tensión que se produce entre la idea de “libertad incondicionada” y lo que llamo autonomía relativa es constitutiva del modelo singular universitario argentino. En nuestra línea de tiempo -desde la fundación del sistema universitario en el siglo XIX hasta el presente-, aparece un nudo conflictivo representado por la tensión entre las libertades académicas (de aprender y enseñar, de cátedra, etc.) y el control o posible intervención de un Estado “docente” al elegir un miembro de la terna profesoral y la capacidad de veto estatutaria. Para comprender esta doble función es necesario referirse al contexto histórico en el cual Roca y los liberales/conservadores del ’80, aspiraban a consolidar la autoridad y legitimidad del Estado nacional que requería que las universidades tuvieran una misión formadora de los profesionales y futuros funcionarios públicos en la búsqueda del progreso y bienestar de la nación. 

En ese sentido, el poder en las facultades estaba vinculado a las profesiones y esa formación preexistía incluso afuera de la universidad, el hecho de ponerla como único transmisor de conocimiento y, por lo tanto, habilitador de un título profesional no es la forma de que el Estado vele para que vaya por el buen camino. ¿En qué́ medida están las corporaciones profesionales detrás de este velar del Estado sobre la universidad? Porque no estaban separados los títulos académicos del ejercicio profesional. 

Al respecto resulta oportuno citar al propio Julio Argentino Roca, quién plantea que parte de esa autonomía consiste en:

dejar a las universidades el espacio de libertad para las dimensiones científicas y académicas, pero las profesiones –sobre todo Derecho y Medicina, las dos que recibían mayor cantidad de estudiantes- tienen que quedar en manos de las facultades que otorgan los títulos habilitantes para el ejercicio profesional”.  

En este párrafo se puede reconocer otro tipo de tensión entre el poder central de la universidad y las facultades, que le otorga una dinámica propia al conglomerado universitario argentino en comparación con el modelo centralizado europeo, cuyos estados-nacionales concentraban todos los mecanismos de control. En cambio, si lo comparamos con el modelo descentralizado de los Estados Unidos, las corporaciones profesionales tomaban las decisiones respecto de los títulos habilitantes para el ejercicio de las profesiones. Nuestra configuración universitaria -me atrevo a decir- es única, singular: los títulos habilitantes no están en manos de las corporaciones profesionales, aunque los colegios pueden incidir en las decisiones y/o dispositivos de control. Durante el período fundacional de la Ley Avellaneda, nuestras universidades eran tan elitistas como las europeas cuyos profesores de “doble apellido” pertenecían a ambos espacios formando parte de los consejos universitarios y colegios profesionales. En Argentina, las universidades fueron -y siguen siendo- protagonistas en el otorgamiento de títulos habilitantes para el desempeño de las profesiones.

Por otro lado, el ex Presidente Julio Argentino Roca desarrolló un particular interés hacia ambas profesiones. Veía con cierta preocupación que las carreras orientadas a Derecho y Medicina habían crecido en exceso, y no tanto Exactas y los estudios orientados por la ilustración científica. El gobierno observa con preocupación que las preferencias estudiantiles conducían a un “profesionalismo”, es decir, hacia un modelo universitario profesionalizante en desmedro del cultivo cultural y científico. Temía que el desarrollo y la expansión de las profesiones estuviera en manos de las mismas universidades que otorgaban los títulos y, por lo tanto, el Estado-nación no cumpliría con la misión docente que le estaba reservada. El Presidente Julio Argentino Roca asevera: “con respecto a las profesiones de Derecho y Medicina, el Estado puede generar, intervenir y pedir que haya cierta regulación en torno al número de ingresantes y puede opinar respecto de los planes de estudio”. También advierte que:“el Estado no puede juzgar ni intervenir en el desarrollo del progreso, la cultura y la ciencia, ya que esas dimensiones debían quedar en manos de las facultades”.

Resulta revelador reconocer en estos testimonios una racionalidad fundante singular.  Esta conceptualización se distingue de las lógicas fundacionales de otros territorios geográficos -ya fuera de los Estados Unidos o de Europa- por la búsqueda de cierto equilibrio entre un estado tutor, a la vez respetuoso de las libertades académicas de las facultades o de los consejos directivos.

La universidad de París se cerró entre 1793 y 1896. La reforma napoleónica de 1885 dio lugar a un Estado fuertemente interventor, pero tomando a la universidad como un todo. En el caso argentino, tenemos como protagonista a la facultad; la universidad de Córdoba hizo un caso paradigmático de lo que podríamos llamar una federación de facultades porque cada facultad tiene su sistema de admisión, a partir de lo que reconoce como alumno, de quien no necesariamente hay una definición de la institución; y esto, me parece, está fuertemente ligado a las profesiones. Ahora, esto pareciera ser como el conflicto de las facultades de Kant, que decía que la filosofía tiene que ver con la pura libertad académica, mientras que, en Argentina, una cosa es formar abogados y médicos y otra distinta es formar para la cultura o el progreso económico. ¿Cuál fue el devenir de esa ley y su aplicación? 

En realidad, a partir de la Ley Avellaneda, se sentaron las bases para la fundación de un conglomerado institucional y no de un sistema universitario. La Ley 1597 no estableció condiciones para el planeamiento orgánico de un sistema, más bien respetó los históricos procesos de surgimiento universitario que se venían dando. La citada definición de “la universidad como una confederación de facultades” -desde mi punto de vista- se convirtió en uno de los legados más significativos hasta el presente. Por otra parte, a comienzos de 1900 en la Facultad de Medicina y en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, se produjeron disputas estudiantiles que pueden ser interpretadas como antecedentes de la Reforma de 1918. Según testimonios de época, nos enteramos que esos estudiantes fueron llamados “subversivos” por el entonces Rector de la Universidad de Buenos Aires, Eufemio Uballes. 

¿Ya se utilizaba la expresión?

Sí. Eufemio Uballes estaba preocupado por la reacción estudiantil que reflejaba “conductas que iban en contra de la moral y de las buenas costumbres, y por lo tanto, la Universidad podía volverse un recinto de indisciplina que debía ser controlado”. En 1905, la forma que asumió dicho control fue a través del cambio de los reglamentos y/o el estatuto, con el propósito de satisfacer las demandas estudiantiles contrarias a los profesores vitalicios, quienes desempeñaban la docencia sin mérito suficiente. Al respecto, Eufemio Uballes afirma: “tenemos que ocuparnos de los estudiantes con una firmeza tal que muestre que nosotros vamos a disciplinar esta especie de caos al que nos quieren llevar”. Además, aclara que la razón por la cual estos estudiantes levantan sus voces provocando escándalo tiene que ver con el avance de la ciencia y el desarrollo de la cultura que fueron adquiriendo, por lo tanto sus voces están autorizadas para reclamar a favor de “los mejores profesores”. Esta afirmación puede ser leída como la semilla del concepto “concurso por mérito académico” que elimina los consejos vitalicios en las universidades. Es interesante reconocer que durante la primera etapa del rectorado, Eufemio Uballes tuvo que enfrentarse a huelgas estudiantiles y otras adversidades estudiantiles, antecedentes directos de la reforma del ’18. El Rector Uballes llama “reformistas” a esos estudiantes, aunque su reforma se orientó hacia la erradicación de los consejos vitalicios y conformar un cuerpo profesoral elegido por concurso. En 1906, el Rector de la UBA le escribe al Ministro de Instrucción Pública, Pinedo, y le comenta: “al hacerme cargo del rectorado, la marcha de la universidad se hallaba seriamente dificultada por movimientos estudiantiles subversivos. Las protestas se iniciaron en la Facultad de Derecho y continuaron con mayor intensidad en la Facultad de Ciencias Médicas, perturbando a tal grado la enseñanza que fue necesario disponer la suspensión de los cursos por tiempo indeterminado. El movimiento de los estudiantes y de algunos empleados tomó, después, otras proyecciones”. Eufemio Uballes, además asevera que estos estudiantes tenían una verdadera obsesión por la llamada Reforma Universitaria. 

Sí, aunque sucediera 12 años antes de la Reforma de 1918.

Exactamente, hay poca conciencia histórica de lo que significaron estos acontecimientos que se adelantaron a los tiempos. 

Y que quedó expresado en el estatuto, hubo un cambio en el estatuto.

Con este episodio podemos reconocer un hito gestacional de la Reforma Universitaria. Si bien pensamos dicha reforma desde la Universidad de Córdoba, por lo que hemos relatado, el proceso se había puesto en marcha a partir de 1903. La figura del rector Eufemio Uballes tuvo un real protagonismo para favorecer los cambios que se proyectan a futuro. Advirtió la importancia política de satisfacer las necesidades que planteaba este movimiento estudiantil -al que se sumaron algunos profesores-. La Reforma Universitaria de 1918 continúa y recupera este legado. 

¿Hay registro de otros rectores que hayan tenido este protagonismo en una época en la que primaban las figuras de decanos y la organización por facultades? 

En realidad, la figura del rector tuvo distinto protagonismo según las diversas universidades nacionales que fueron configurando el campo universitario argentino. Nos llama la atención el papel desempeñado por el Rector de la Universidad de Buenos Aires, Eufemio Uballes, su continuidad por 12 años en el cargo desde 1902 hasta 1914, pone en duda cierta legitimidad meritocrática. Sin embargo, su gestión es valorada y recordada por numerosas razones, entre ellas haber resuelto favorablemente las revueltas estudiantiles que podrían haber adelantado 12 años la Reforma Universitaria. Eligió una estrategia político-administrativa innovadora, resolviendo la efervescencia institucional por vía del cambio del estatuto. Finalmente, satisfizo las demandas estudiantiles en una dirección democratizadora y aumentó la participación de los profesores en el gobierno de la Universidad de Buenos Aires. 

Claro, en vista de los vitalicios, desde el punto de vista normativo, ¿eso se proyecta hasta qué momento? 

Hasta el momento en que los procesos reformistas del ’18 deciden no reconocer las decisiones del Ministerio de Educación porque lo consideran un órgano interventor que rompe el espíritu de libertad y autonomía garantizado por la Ley Avellaneda, sigue siendo el Estado formalmente el que tiene la función final de nombrar al profesor de la terna. Eso se proyecta hasta que las propias universidades producen sus estatutos universitarios y en ellos proclaman la libertad de designación. 

Es un proceso evolutivo, la propia discusión de Avellaneda y el ministro de educación de la época. Finalmente, el estatuto entra a prevalecer y con la Ley Avellaneda, en ese sentido, es como si el Estado habilitara esos estatutos que cuestionaban la norma hasta entonces vigente sobre la designación de los profesores. 

La llamada Ley Avellaneda amerita un análisis profundo para comprender por qué fue tan exitosa durante tanto tiempo. El Estado se reservaba ciertas capacidades y a la vez reconocía la libertad institucional para elaborar y promover los estatutos, éstos iban a surgir estrictamente de las universidades y si el estatuto negaba al Estado su poder de elección profesoral de la terna, daba lugar a una interpretación de la normativa de tal modo que el estatuto universitario rigiera como la ley fundamental. Sin embargo, las interpretaciones sobre dicha Ley fueron adquiriendo distintos matices en función de los gobiernos y sus respectivas administraciones. Durante el gobierno de Yrigoyen, los procesos de democratización y mesocratización de la Argentina tuvieron eco en el modo en que el Estado reconoció las demandas estudiantiles. Ambas tendencias dentro de la propia Unión Cívica Radical fueron limitadas por proyectos conservadores como el de Marcelo T. De Alvear. Resulta revelador analizar las diferentes interpretaciones sobre la Ley 1597, con puntos de encuentro y desencuentro según las administraciones nacionales y la alternancia entre expresiones populares y conservadoras. 

Después de Yrigoyen igual se mantuvo la Ley Avellaneda, ya en la Década Infame continúa y algunas universidades incorporan, incluso, a los estudiantes al gobierno universitario como un proceso gradual de aumentar la democratización. 

En relación a este tema, resulta oportuno recuperar el pensamiento de Alexis de Tocqueville de 1830. Las ideas que fundamentan la particularidad de la llamada Ley Avellaneda denotan el respeto hacia el pensamiento de Tocqueville quién afirmaba que el gobierno debía controlar a nivel central, aunque la administración de los asuntos debía dejarse en manos de los poderes locales. Esta distinción entre ambas jurisdicciones alude a la dinámica entre centralismo y federalismo: Tocqueville proponía el control del gobierno central con administración local. Esa idea resultó sumamente atractiva como modelo político-social y quisieron plasmarla en la Ley Avellaneda. 

De hecho, quedó plasmada.

Así es. Esta racionalidad da lugar a una aparente contradicción generada por la presencia de un Estado tutor -según Tocqueville tenía que estar presente ya que el gobierno debía ser central-, aunque la administración de los asuntos locales había que dejarla en manos de los referentes locales. Así fue como las facultades con sus estatutos, fueron adquiriendo cada vez más poder no sólo administrativo sino en un sentido académico-político.

¿Cuál sería tu reflexión final, a modo de síntesis, sobre el significado de la Ley Avellaneda? Se habla en muchos ámbitos de la vigencia de esta ley porque no solo retrata una época sino porque tiene todo un valor simbólico cultural que se proyecta en el tiempo. 

Me interesa sobre manera rescatar la paradoja que encierra el ethos liberal de la Ley 1597 que da lugar a un Estado presente más allá de la autarquía por la cual financia más del 90% del presupuesto universitario. Me parece importante resaltar algunas antinomias derivadas del ethos liberal fundante, ante los intensos debates surgidos durante y con posterioridad a la Ley de Educación Superior 24.521 desde 1995 hasta el presente. La ley 24.521 regula asuntos por encima de los estatutos universitarios, en contraste con la Ley Avellaneda que respetaba la dinámica interpretativa de las facultades y la libertad académica de las instituciones. Lo cierto es que esa autonomía no significaba una libertad incondicionada, sino un tipo de autonomía relativa según la cual el Estado docente decimonónico aspiraba a orientar/monitorear y preservar el progreso liberal a través de la educación en todos sus niveles.  

Pensar el contexto de una nueva Ley de Educación Superior en la actualidad traumática post pandémica, nos lleva a imaginar futuros en plural inmersos en una estructura de profundas desigualdades sociales, conflictos por derechos adquiridos y derechos negados, interculturalidad e hiper-complejidad, desarrollos dominantes tecnológicos y virtuales en el marco de disputas crecientes en torno a nuestra salud colectiva e individual en un ecosistema amenazado y severa escasez de recursos. Estos temas están ausentes de las agendas políticas a favor del mantenimiento de ciertos privilegios adquiridos. En suma, nuestro nuevo imperativo debería orientarse a reponer el sentido democrático de las leyes a la luz del bienestar común, concepto devaluado, aunque necesariamente requerido para construir un futuro más justo. 

Igualmente, no podemos analizar dos momentos históricos distintos cien años después porque previo a la ley de los 90, la Ley Taiana del año 74 ya planteaba que en algunas áreas el Estado debía, no digo restringir, pero sí gestionar la vida académica en función de infraestructura y de equipamiento. También era una mirada a las facultades, en tanto –por más que pueda decirse que ese párrafo segundo del artículo 50 le da a la facultad de más de 50.000 alumnos la capacidad de decidir el ingreso– constituye una intromisión excesiva regulatoria del Estado respecto a la universidad.

Sí, es así. También me interesa hacer un llamado de atención sobre la ausencia de una nueva Ley de Educación Superior a la luz del trabajo en comisiones, las consultas a especialistas y gremios, los proyectos partidarios etc. durante ambas gestiones Kirchner. El principal propósito de esta recuperación histórica es promover una reflexión comparativa entre los contextos de producción de la Ley 1597 promulgada por un Estado fundante, conservador y oligárquico cuyos principios denotaban el liberalismo de época y, a la vez, pragmatismo y habilidades políticas para resolver conflictos a través del tiempo. Desde la perspectiva del presente, teniendo en cuenta el momento actual de la historia de las universidades, la propuesta de una nueva Ley de Educación Superior puede percibirse como una amenaza a ciertos poderes de agencias y agentes con capacidad de autopreservación, diversos entre sí, que se tornan disolventes respecto de algunos principios de las etapas fundantes, de cara a los futuros inciertos venideros. La gran lección que nos deja la Ley 1597 es que las misiones educativas orientadas hacia el mayor bien no deberían quedar en manos de intereses particulares institucionales, aunque la libertad institucional debe ser garantizada como principio inquebrantable. Evaluación y regulación, regulación y autonomía, acreditación y habilitación profesional conforman pares antinómicos que no deberían quedar por fuera de los debates legislativos.