Debates en torno a la gratuidad universitaria. A 75 años de su establecimiento

Andrés Santos Sharpe

IIGG (UBA)/CONICET

El próximo 22 de noviembre se cumplirán 75 años del Decreto que declaró la gratuidad universitaria en 1949. Como toda efeméride, sin una historización es imposible comprender tanto las complejidades que dieron lugar a su consolidación en un momento específico, como tampoco los emergentes del presente.

El miércoles 27 de diciembre de 2023, el presidente Javier Milei envió el proyecto de Ley “Bases y Puntos de Partida para La Libertad de los Argentinos”, más conocida como la “Ley Ómnibus”. Entre los más diversos tópicos que abarca dicho proyecto, en su artículo 553, modifica el artículo 2 bis de la ley 24.521 de Educación Superior y propone que “las instituciones de gestión estatal y las universidades nacionales podrán establecer aranceles” para extranjeros no residentes.

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A lo largo de los primeros meses de su gestión, la posición del presidente respecto de uno de los pilares históricos de la universidad argentina se evidenció aún más a través de su modo habitual de dar a conocer sus propuestas o inclinaciones en torno a las políticas públicas: los likes en X (ex Twitter). El 29 de febrero de 2024, Javier Milei le dio “me gusta” a una publicación que proponía arancelar “todas las carreras universitarias que no sean ciencias duras” por ser “inútiles para la sociedad”1

La novedad de esta propuesta, comparada con las formas de arancelamiento precedentes en la historia argentina, se encuentra en la diferenciación por carreras o campos de conocimiento. Sin embargo, el cuestionamiento a la gratuidad universitaria no es novedoso en los debates de la arena pública y se renueva, en general con argumentos semejantes, a lo largo de las décadas.

Considerando lo dicho, en este escrito les proponemos una revisión general de los discursos públicos recientes en torno a la gratuidad o el arancelamiento universitario. A partir del análisis de periódicos digitales en el marco de una investigación más amplia (Santos Sharpe, 2018; Pierella y Santos Sharpe, 2019), reconstruimos los argumentos principales a partir de los cuales se organizan luego los debates en la esfera pública y en el habla cotidiana (Casini, 2008) e indagamos el sustrato ideológico sobre el cual se inscriben. Previo a ello, proponemos un breve recorrido histórico sobre los debates en torno a la gratuidad universitaria, a 75 años de su establecimiento.

El camino a la gratuidad universitaria

El 22 de noviembre de 1949, a través del Decreto N°29.337, el presidente Juan Domingo Perón suspendía el cobro de los aranceles universitarios para la enseñanza de grado. Si bien fue la primera vez que se reglamentó en el país la gratuidad universitaria, no se trató de la primera vez que se proponía dicha política. 

Aunque no formaba parte del núcleo de los debates reformistas, hubo discursos que sugerían la implementación de la gratuidad universitaria. Específicamente por parte de Gabriel del Mazo y Dante Ardigo, quienes veían en el cobro de arancel no solo un incremento de la desigualdad, sino una afrenta a la democracia en tanto que el acceso a un derecho no era equitativo. 

El mal, el inconveniente para la universidad democrática, y aquí la expresión “democrática” cobra cierto significado, lo inaceptable, digo, para la universidad democrática, es que una minoría del pueblo usufructúe en ella derechos que no le deben ser exclusivos. (…); lo interesante, lo medular y esencial, es que a los pobres, por simples razones económicas y no de capacidad, se les dificulte la posesión de la cultura superior que es patrimonio de la humanidad entera. (Del Mazo y Ardigo, 1941, p. 85

El ejemplo principal que retomaban era el caso uruguayo, que ya contaba con un sistema de gratuidad y de financiamiento a través de un impuesto denominado en aquel entonces “al ausentismo”, es decir, a los inmuebles cuyos propietarios no vivían ahí (vacíos o en alquiler). Dieciocho años más tarde, la Primera Convención de Estudiantes Universitarios Platenses, realizada en la ciudad de La Plata entre el 12 y el 19 de septiembre de 1936, retoma ese debate y se refiere a la “gratuidad de la enseñanza” como un “ideal de la Universidad Reformista” (Del Mazo, 1941, p. 420), donde retoman, también, al caso uruguayo:

(…) podrá llegarse a esta hermosa realidad Uruguaya, sintetizada en el art. 66 del Estatuto de la Universidad de Montevideo: “La enseñanza que imparte la Universidad es gratuita en todos sus grados (Del Mazo, 1941, p. 421)

La cuestión de la gratuidad resurge en la arena pública en 1947 con el debate parlamentario sobre la Ley Guardo (N° 13.031), que reemplazó a la Ley Avellaneda de 1885. Sin entrar en los pormenores de la ley, ésta proponía en su artículo 87 la creación de un sistema de becas para “hijos de familias de obreros, artesanos o empleados cuyos ingresos, atendidas las circunstancias de cada caso, no permitan costear los estudios universitarios”, a la vez que también “participaba de la concepción según la cual la enseñanza debía ser impartida en beneficio de la colectividad entera y no de un grupo privilegiado que explotaba en forma egoísta su título profesional” (Buchbinder, 2014, p. 18). En ese debate, la Unión Cívica Radical se opuso a la ley con el argumento de que produciría una pérdida de autonomía universitaria. Sin embargo, con relación a la propuesta de un sistema de becas, en su proyecto de minoría impulsaron “el principio de la gratuidad sin restricciones. En este sentido, iba a coincidir con posturas posteriores del peronismo, que introducirían finalmente y por primera vez en la historia argentina, la gratuidad como un elemento estructural del sistema universitario” (Buchbinder, 2014, p. 20). Finalmente, el 22 de noviembre de 1949, el Decreto N°29.337 propone modificaciones a la Ley 13.031, particularmente con relación a la consagración plena de la gratuidad de la enseñanza universitaria, que luego se reafirmaría con la Ley universitaria de 1954. La nueva norma establecía que las universidades contarían con las contribuciones de rentas anuales generales que fijase el presupuesto general de la Nación. La gratuidad se convirtió, así, en uno de los pocos puntos de acuerdo en torno a las políticas universitarias entre el Peronismo y la Unión Cívica Radical.

Entre 1955 y 1966 esa política se sostiene en los distintos gobiernos, hasta el golpe de Estado de Onganía, en el marco del cual el 21 de abril de 1967 se promulga la Ley Orgánica de Universidades Nacionales Nº17.245 que, entre otras cuestiones, reestablecía los exámenes de ingreso y otorgaba el derecho a la gratuidad solo para aquellos estudiantes que mantengan un “mínimo anual de materias aprobadas” a determinar por cada universidad. Es decir, la gratuidad en general se mantuvo para la gran parte de los estudiantes, pero ya no como derecho, sino como privilegio meritocrático. A su vez, establecía un pago por “derecho de examen repetido y por repetición de trabajos prácticos” (Art. 92, Ley 17.245). La gratuidad sin requisitos ni criterios a contemplar, sino como derecho, retorna brevemente en 1973 con la “Ley Taiana” para ser eliminada nuevamente durante la dictadura de 1976-1983 con la Ley Nº 22.207 (1980) de Régimen Orgánico de las Universidades Nacionales, en cuyo artículo 66 inciso g reestablecía los “aranceles universitarios” como parte del “ordenamiento presupuestario” de las universidades. En este sentido, el criterio que, según la última dictadura, justificaba el arancelamiento, ya no era de orden meritocrático, sino presupuestario. 

Con el retorno de la democracia, la Ley N°22.207 fue derogada y se reestableció, hasta la actualidad, la gratuidad. Sin embargo, ello no supuso el fin del debate en torno al arancelamiento. La resistida Ley de Educación Superior Nº 24.521, promulgada el 7 de agosto de 1995, abría la puerta para la “generación de recursos adicionales a los aportes del Tesoro nacional” mediante, por ejemplo, “contribuciones o tasas por los estudios de grado” (art.59, inc. c). La propia Ministra de Educación de aquel entonces, Susana Decibe, sugería a los rectores el arancelamiento como forma de “mejorar sus arcas presupuestarias” (La Nación, 6 de junio de 1997). Esos artículos fueron finalmente modificados en el año 2015 con la ley N° 27.204, cuando se dispuso la prohibición de establecer cualquier tipo de gravamen, tarifa, impuesto o arancel a la educación superior, la cual pasó a ser además considerada un “bien público” y un “derecho humano”.

75 años después. La gratuidad en la arena pública.

Como parte de una investigación más amplia, realizamos una selección de notas de periódicos digitales, editoriales y artículos que discuten sobre distintas dimensiones de la educación superior. Para este caso, seleccionamos aquellas que articularon un discurso a favor de alguna forma de arancelamiento universitario en los últimos diez años. Se trató entonces de una muestra intencionada y, en términos de marco enunciativo (Maingueneau, 2003), se buscó estudiar una misma escena englobante (la cual se corresponde con el tipo de discurso, en este caso, un discurso político-educativo) en dos escenas genéricas (en virtud del género discursivo) distintas: las editoriales o notas periodísticas argumentativas y de especialistas en educación superior. Ese es el marco escénico del texto. 

En la selección realizada, clasificamos los argumentos principales a favor del arancelamiento en torno a temas, aunque todos estos forman parte de una matriz discursiva en la que están íntimamente interligados. Aquí se encuentran brevemente resumidos, sin orden jerárquico:

  1. La ineficacia de las instituciones

Uno de los argumentos principales menciona que se financia con erario público un sistema que, supuestamente, es ineficiente en términos de su costo por alumno o del costo por graduado en comparación con el sector privado o con otros países de la región. Una nota que expone con claridad dicho argumento es la de Alfredo Dillón en Clarín (Dillón, 07 de julio de 2016): “Privadas vs. públicas: las universidades pagas casi duplican la tasa de graduación de sus alumnos”. Allí, el planteo de fondo combina críticas al ingreso irrestricto y a la gratuidad, en la medida en que “En el sector público, permanecer como alumno por encima del tiempo teórico de finalización de la carrera, o cambiar de carrera una y otra vez, no tiene un costo monetario. En el privado, sí”. Ello induce a pensar que el arancelamiento vendría a resolver ese problema de jóvenes oscilantes y mejoraría los índices de “productividad” de las universidades medidos en términos de cantidad de graduados por año. Por supuesto, esto supone como premisa pensar la política universitaria en función de un cálculo de costo-beneficio –y no como derecho– y que además tenga a la graduación como único “producto”.

  1. Los pobres financian la educación de la clase alta

Curiosamente, una de las premisas sobre las que parte este segundo argumento es una lectura simplificada de la teoría reproductivista de la década de 1960: quienes llegan a la universidad son los sectores socioculturales y económicos privilegiados y, agregan, son justamente quienes pueden pagarla. Sin embargo, a diferencia de los reproductivistas, la propuesta política es diametralmente opuesta: en vez de confrontar el sistema, se asume ese estado de las cosas para proponer el arancelamiento.

Uno de los tópicos recurrentes de la reciente campaña presidencial en Argentina (2023) fue justificar la destrucción o desmantelamiento de casi cualquier institución estatal o evento financiado por el Estado porque, supuestamente, se costeaba con el IVA de los pobres (Infobae, 14 de febrero de 2024). Este argumento valía para el INCAA, el CENARD, el CONICET y, por supuesto, para la universidad pública. Sin embargo, ese discurso tiene una genealogía más larga. El editorial de La Nación del 30 de noviembre de 2019 esgrime:

Debe comprenderse que formar un profesional universitario tiene un costo y que si no lo paga el propio beneficiado, lo hace algún otro. Ese otro son los contribuyentes. Puede ser un productor que lo incorpora al precio de sus productos, como la humilde señora que compra bienes esenciales pagando el IVA. ¿Por qué razón los estudiantes que pagaron su secundaria en un colegio privado no deberían pagar luego su universidad? (La Nación, 30 de noviembre de 2019)

No es el único caso. En la siguiente entrevista al ex Ministro de Educación (1999-2000) del gobierno de la Alianza, Juan José Llach resume el argumento: 

Lo gratuito es un error. Un obrero del surco de un ingenio en Salta cuando va a comprar yerba le está pagando la universidad a un chico de Barrio Norte de la Ciudad de Buenos Aires, que probablemente va en un auto bastante bueno a la universidad. El arancel creo que nunca se va a poder poner en Argentina porque hay una convicción muy arraigada sobre la gratuidad. Pero podemos tener el sistema de Uruguay o de Entre Ríos: un impuesto al graduado (Braginski, 25 de agosto de 2019).

La humilde señora que compra bienes esenciales, el obrero del surco de un ingenio en Salta, son todas figuras del relato que apelan a un tipo específico de reconocimiento (Barthes, 1982). Contra ello, pareciera que de nada sirven los datos estadísticos de la ahora Subsecretaría de Políticas Universitarias que indican que, del total de nuevos inscriptos de grado y pregrado, solo el 18.9% tiene madre con título universitario o superior. Ese porcentaje se reduce al 11.9% en el caso del padre (SPU, 2021). La universidad argentina no es, precisamente, una universidad elitista sino, como la caracterizó Sandra Carli alguna vez, una “universidad plebeya” (Carli, 2012). Por supuesto, los condicionantes socioeconómicos intervienen en las mayores o menores posibilidades de acceder o no a la universidad. La cuestión está en ver si se acepta –y profundiza– ese estado de las cosas, o si se busca paliarlo.

  1. Nada es gratis

Argumento íntimamente ligado con el anterior, pero que pone el foco en otra dimensión: en un país con déficit fiscal permanente, y asumiendo la premisa de que a la universidad solo acceden los sectores económicamente privilegiados, arancelar se vuelve no una propuesta política, sino una necesidad ineludible. Tal vez, si saneamos las cuentas, podremos permitirnos alguna vez ese “lujo”.  En la siguiente nota de Daniel Muchnik “Arancelar la universidad, ¿sigue siendo un tema tabú?” , se expone resumidamente el argumento:

En un país que vive enredado en un déficit fiscal permanente, donde los presupuestos no alcanzan y en donde las distintas administraciones no encuentran paliativos para algo que dejó de ser coyuntural, habría que pensar en otro tipo de terapias de emergencia. Por ejemplo, arancelar algunas actividades, que paguen los que puedan, que se ayude a los que no pueden y que la facultad otorgue becas especiales si fuera necesario (Clarín, 31 de enero de 2018)

En este caso, el argumento sobre el que se sostiene este discurso es que la prioridad es el déficit cero y, con ese objetivo, no tendría sentido financiar públicamente a una universidad a la que concurrirían sectores medios y altos. Como mencionamos previamente, la premisa sobre la que se sostiene este discurso, parte de un dato incorrecto: la mayoría de quienes pasan por las aulas universitarias son “primera generación”.

  1. Financiamos la educación de extranjeros

El tema de la gratuidad para estudiantes extranjeros parece ser el nuevo ariete en los ataques recientes contra las universidades públicas, dado que su aparición temática fue in crescendo en los últimos años. Este aspecto cobró otra dimensión a partir de la presentación del Proyecto de la Ley Ómnibus que, como mencionamos previamente, proponía un arancelamiento a estudiantes extranjeros no residentes. En su debate en la prensa digital, se apeló a un discurso xenofóbico que equipara la presencia de un estudiante extranjero a la expulsión de un nacional. En algunos casos, se menciona que no se habla de ello “por un manto de corrección política” (Debesa, 24 de febrero de 2024). En otros casos, se refiere a que un ingreso masivo de estudiantes extranjeros atentaría a la calidad.

Ese discurso se construye sin aludir a los datos macros existentes. Según la Subsecretaría de Políticas Universitarias, en 2021 solo el 3,9% de los estudiantes de grado y pregrado eran extranjeros, mayoritariamente provenientes de países de América. Si bien cabe mencionar que hay diferencias en la tasa de estudiantes internacionales en virtud de la carrera, este porcentaje es ínfimo comparado con países como Australia que, según el Instituto de Estadísticas de la UNESCO, en 2021 tuvo un 21.9% de estudiantes extranjeros. Reino Unido un 20.1%; Austria un 18.7%. Comparado con cualquier país de la OCDE, nuestra tasa es baja, aunque está por encima de los países de la región.

Esta crítica a la internacionalización se despliega, además, en un contexto en donde hasta los Rankings internacionales más conocidos (como el Times Higher Education World University Rankings (THE) o el QS World University Rankings) incluyen al grado de internacionalización de la universidad (tanto de sus estudiantes como de sus docentes) como una métrica más que aprecia el puntaje de la universidad analizada.

  1. Se inscriben a carreras para hacer política

Un discurso clásico, aunque reactualizado. Antes, ese discurso se centraba en la figura del “estudiante eterno” (Carli, 2013), el militante, quien nunca se graduaba y el gasto que suponía el hecho de que ocupe una silla (aun con la contradicción que supone pensar que ocupa una silla cuando supuestamente no estudiaba). Hoy ese discurso aparece renovado en un ataque a otro actor universitario: los profesores, caracterizados en algunos casos como agentes adoctrinadores que en el mercado privado no tendrían espacio (particularmente en función de su pertenencia a determinados campos de conocimiento, en general las ciencias sociales y humanas). El arancelamiento vendría a “sanear” esta cuestión: en la medida en que las universidades jueguen las reglas del mercado, ya no serían elegidas en función de su gratuidad, sino de su supuesta calidad y estos profesores quedarían fuera de la ecuación. 

La fabricación de la consecuencia

La formación discursiva analizada en los artículos periodísticos se presenta a la sociedad bajo un discurso que se muestra preocupada por los sectores de menor nivel socio-económico o por la estabilidad económica del país, de modo tal que el arancelamiento se traduce no como una propuesta política, sino como la única opción posible. 

Estos argumentos a favor del fin de la gratuidad universitaria no necesariamente siempre suponen un arancelamiento total. En general, proponen distintas alternativas tales como replicar el modelo del “Fondo de Solidaridad” de Uruguay (implementado en 1994, el cual supone que los graduados paguen un impuesto durante 25 años o hasta su jubilación que luego financia becas para estudiantes de menores recursos); o que paguen solamente las personas de nivel socioeconómico alto y con dicho monto se financien becas a jóvenes de sectores más desfavorecidos, entre otras alternativas. Estas opciones son referidas en distintos artículos analizados como por ejemplo en la Editorial de La Nación del 17 de diciembre de 2018.

Sobre estas propuestas, realizaremos distintos señalamientos. Uno de ellos, es que estas propuestas de arancelamiento no solucionan los problemas sobre los que este tipo de discursividad dice que vienen a enmendar: además del déficit, también aluden que solucionaría la baja graduación, la ineficiencia del sistema y su calidad. Como mencionamos, en estos discursos suele ser muy citado el caso uruguayo como ejemplo de un modo de arancelamiento. Repasémoslo brevemente con relación a la tasa de graduación: Uruguay tiene una proporción de graduados entre la población adulta mucho menor que la Argentina. Según los datos de SITEAL, en 2021 el 30.2% de los jóvenes entre 35 y 49 años finalizó la educación superior en Argentina con relación al total de la población de la misma edad. Esa tasa neta de graduados es del 10.9% en la misma franja etaria del mismo año para Uruguay (país que se encuentra incluso por debajo del promedio de América Latina). Pero, además, interesa señalar otros dos aspectos: el sentido de deuda que genera el arancelamiento entre los sectores económicamente más desfavorecidos, y la discusión sobre la oposición entre pensar a la universidad como bien público o privado.

Respecto de la primera cuestión, la propuesta de arancelar para luego “compensar” a los sectores económicamente desaventajados por vía de becas u otras fuentes de financiamiento, olvida que la beca, subsidio o crédito se vive como una deuda y, como bien señala Maurizio Lazzarato, toda deuda constituye una relación de poder específica que implica modalidades de control de la subjetividad. La deuda “se acompaña de la moral de la promesa (de reembolsar la deuda) y la culpa (de haberla contraído)” (Lazzarato, 2011, p. 37), y supondría un tipo de control social de un grupo particularmente activo en la arena pública: los estudiantes universitarios. 

Con relación al segundo aspecto señalado –el debate sobre considerar a la educación superior como bien público o privado–, vale tener en cuenta que estos discursos no desarrollan sus críticas únicamente a una dimensión de la universidad, sino que atacan el sentido público de la universidad. No se refieren solamente a la gratuidad, sino que combinan críticas hacia el acceso irrestricto, las malas condiciones edilicias de las instituciones, los “malos docentes” –y sus supuestas formas de adoctrinamiento ideológico–, el alejamiento de la universidad con el mercado de trabajo, su masividad, su supuesta falta de calidad, entre otras. Pero todas estas críticas tienen un aspecto en común: lo que no se discute es la matriz ideológica sobre la que se sustenta. Todos esos discursos parten de la premisa de que la educación superior es un “bien privado” que atiende las necesidades de los individuos y ya no un bien “público”, social o un derecho y se resume en la idea de que el “usuario” (los estudiantes y quizás sus familias) son quienes deben pagar una parte importante del costo de la educación superior.

Algunas de las derivaciones posibles de pensar a la formación universitaria como un bien privado están en que ello supone presuponer que la universidad solo tiene como función formar graduados y que dichos graduados ven en su formación solamente un bien transaccional. El debate, entonces, supone recuperar algunas de las reflexiones reformistas, que veían en la gratuidad no simplemente una política de uso de los recursos del Estado, sino una consideración más amplia en torno a la democracia. 

Notas

1 El tweet original puede encontrarse en el siguiente enlace: https://twitter.com/GordoAntiProgre/status/1763265366338249149 .Visto el 01 de abril de 2024.

Referencias bibligráficas

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Buchbinder, P. (2014). La Universidad en los debates parlamentarios. Los Polvorines: Universidad Nacional de General Sarmiento; Secretaría de Relaciones Parlamentarias, Jefatura de Gabinete de Ministros.

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Lazzarato, M. (2011). La fábrica del hombre endeudado. Ensayo sobre la condición neoliberal. Buenos Aires: Amorrortu.

Maingueneau, D. (2003). ¿”Situación de enunciación” o “situación de comunicación”? (Traducción de Laura Miñones). Revista Discurso.org, 2(5).

Pierella, M. P. y Santos Sharpe, A. (2019). El ingreso a la universidad pública: Disputas en torno a los principios de justicia e igualdad en la prensa gráfica argentina. Propuesta educativa, (51), 93-107. 

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