Repensar la Reforma: un epitafio para la cátedra

Roberto Follari

Profesor de Posgrado, Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional de Cuyo

La Reforma de 1918 fue históricamente mayor de lo que pueda advertirse desde el solo horizonte argentino: tuvo fuertes consecuencias incluso en Europa y en todo el resto de América Latina y hubo naciones -es el caso de México- donde la autonomía universitaria surgió casi como un puro reflejo de lo que había sucedido previamente en nuestra ciudad de Córdoba.

Ello produjo lo que todo gran hecho histórico: sirvió a algunos para inspirarlos hacia consolidar sus logros para luego ir más allá de ellos, y fijó a muchos otros en una nostálgica reivindicación de lo logrado en su momento, con el consiguiente efecto de servir a petrificarse en el pasado, y de reificar sus posiciones como si fueran inamovibles.

Así, la tradición de la Reforma se inventó a sí misma -como toda tradición, según la sabiduría de Hobsbawn- y hasta hemos escuchado alguna alocución universitaria (Universidad Nacional de San Luis, junio de 2017) donde una persona formalmente encargada de un sitial de memoria de la Reforma en Córdoba, se permitió afirmar que la gratuidad de la universidad pública provenía de 1918, cuando es bien sabido que ella fue establecida durante el primer peronismo en 1949. Incluso cuando se le hizo notar que su referencia histórica estaba errada, en términos muy actuales de “post-verdad” el funcionario adujo que ello no tenía importancia, y que todo se resumía en un único espíritu que la Reforma había inaugurado y sostenido.

No se está a la altura de ningún gran hecho del pasado, sólo cristalizándolo y buscando repetirlo. Menos aun canonizándolo sin rigor histórico. Lo que hace un siglo fue un avance monumental, hoy puede ser una condición ya consolidada. Y, por cierto, en algunos casos, superada por las nuevas exigencias de la vida institucional y social.

Sin dudas que la autonomía universitaria es una condición que debemos sostener y preservar. Está establecida, pero no se mantiene de una vez para siempre: la entrada nocturna de la policía al predio de la Universidad Nacional de Jujuy en los primeros meses de 2017, bien lo demuestra. O la insólita imputación por el fiscal Marijuan de 52 universidades a la vez, por supuesta administración fraudulenta, cuando para imputar un delito hay que contar con indicios específicos (con lo cual está visto que la autonomía, cuando sectores del Poder Judicial se subordinan al Ejecutivo, hay que plantearla también respecto del Judicial, lo cual implica un intríngulis legal evidente). En ese punto, el de la autonomía fijada por la Reforma de 1918, así como en el del co-gobierno, pueden discutirse los niveles de cumplimiento e incluso –en el segundo de ellos- las formas de ejercicio (por ejemplo, cuál es el peso relativo de los trabajadores administrativos y de apoyo en los Consejos): pero el principio rector está totalmente legitimado, y por completo fuera de discusión.

Otros puntos de la Reforma, sin embargo, no pueden permanecer congelados en el freezer de la historia: por ejemplo, el rol de los consejos. Mientras se siga discutiendo los trámites administrativos rutinarios en los organismos deliberativo-decisorios de las universidades, seguiremos con una burocratización que hace lenta e ineficiente la tarea administrativa, a la vez que impide a esos organismos dedicarse a la discusión estratégica de los grandes lineamientos institucionales, dado que se está obligado a tratar permanentemente temas de urgencia.

En el mismo sitial se ubica un cuasi-fetiche de las universidades argentinas (sobre todo las más antiguas, y -a menudo- con estudiantado más numeroso: las de Buenos Aires, La Plata, Tucumán, Córdoba, Cuyo): el de la cátedra como modalidad de organización administrativo-académica de la actividad docente y de investigación.

Si según Burton Clark toda universidad es de por sí una anarquía organizada, de muchos jefes dispersos y en competencia entre sí; si los docentes universitarios no comparten en una misma institución horarios, reuniones de conjunto ni espacios físicos comunes de trabajo; si el enfrentamiento por los recursos -generalmente escasos, y aun cuando abundantes no satisfactorios por igual para todos- es permanente, sordo y lleno de rispideces y zancadilla (Follari, 2008), lo que logra una modalidad organizativa muy añeja como la cátedra (que responde a lo que en México llaman modelo napoleónico de universidad) es institucionalizar el aislamiento de cada docente titular en relación con los otros, y establecer una serie de pequeños feudos donde cada uno de esos titulares goza de plena potestad para decidir sobre aquellos que le quedan subordinados. Por cierto que hay casos en que se da el conflicto abierto al interior de las cátedras, que suele resolverse por simple relación de fuerzas: el titular lleva ventaja siempre, pero también depende quién tenga mejor acuerdo con las autoridades, acuerde con el gobierno de turno, pueda apelar a los estudiantes como fuerza de apoyo y otras variables siempre contingentes. En los cuales la calidad académica o la seriedad institucional de cada uno de los inscriptos en el conflicto es lo menos importante, si bien no por completo indiferente a cómo se decida la situación que -es obvio recalcarlo- en tales casos perjudica considerablemente a los alumnos y a la institución toda, y no encuentra modos de resolución dentro de esa asfixiante y mínima unidad de funcionamiento que es la cátedra.

La cátedra impide un uso fluido del recurso docente e investigativo; el docente queda apresado en el mismo sitio, y no se lo puede cambiar a otro. Ello lleva a un uso disminuido de las posibilidades combinatorias en la actividad docente, a la vez que redunda en un inevitable y necesario achatamiento de la creatividad y de la actualización del personal académico, que puede fácilmente repetirse de manera indefinida en sus modalidades de ejercicio sin una autoridad académica superior que no sean los directores de carrera o los secretarios académicos, que en general carecen de atribuciones para decidir por encima de los profesores a la hora de las decisiones que hacen a cada cátedra.

Una carrera, dentro del régimen de cátedras, resulta una incoherente combinación de docentes mutuamente incomunicados o débilmente comunicados entre sí, a los cuales algún director de carrera debe convocar cada tanto para promover alguna constitución de conciencia en común. Pero es notorio que hasta incluso en lo identitario, la cátedra suele anteponerse a la carrera (o las carreras, si esa cátedra ejerce en varias de ellas), con lo cual la segmentación del trabajo -muy propia de la fetichización capitalista- se plasma casi a plenitud.

A todo esto se agrega un efecto nada menor de la organización por cátedras: la imposibilidad para la promoción del personal académico. Cuando el titular llega a esa posición -lo que a veces sucede siendo un docente joven- queda ya en el techo de lo posible; de tal manera, sólo le resta hacer la siesta o, en el mejor de los casos, trabajar a cabalidad sabiendo que ello no importa consecuencias institucionales de ningún tipo (lo cual, es obvio, desalienta cualquier esfuerzo de perfeccionamiento personal). Los demás miembros del equipo de cátedra quedan en extraña y tensa situación de ambivalencia afectiva para con el titular: sólo si este se va, se jubila o se muere, pueden ellos aspirar a ser titulares de esa cátedra. Si entran en competencia abierta con el titular promueven una situación conflictiva sin salidas, desagradable y disfuncional para todos. En caso de resignarse a su situación de forzada inmovilidad en la categoría académica, están obligados a llevarse bien con el titular, sea que este ayude a que así sea o que no lo haga. El docente que no es titular (obviamente, la mayoría del personal docente de nuestras universidades si se incluye entre ellos a los Jefes de Trabajos Prácticos, categorizados en muchas universidades como auxiliares) habrá entonces de frenar sus ímpetus y vivirá en la espera semibudista de que alguna vez la suerte o el paso del tiempo le den ocasión de una promoción en su rango académico.

Sin dudas que se requiere mejores formas de organización del personal académico que la de la cátedra: y en esto, la modalidad departamental, sin ser una suma de bondades -como yo mismo he planteado en su momento (Follari y Soms, 1981)-, es obviamente superadora, y parece increíble que no se haya avanzado hacia ella. Hemos visto en la Universidad Nacional de Cuyo a dirigentes sindicales de izquierda y pertenecientes a carreras que se asumen como progresivas ideológicamente -tal el caso de Sociología- oponerse sin más a la departamentalización, por reflejo defensivo hacia que los docentes tengan asegurado qué cursos han de dar desde hoy y para siempre, y por flagrante desconocimiento de otra modalidad de organización que no sea la de las cátedras.

El departamento permite una mirada que ordene, coordine y evalúe a los docentes, incluso a los de más jerarquía y calidad: desde su dirección se promueve una condición en la cual no subsisten tantas jefaturas independientes, como sucede con el sistema de cátedras. A su vez, los docentes pueden ser llevados a modificaciones en cuanto a los cursos que ofrecen; por supuesto que esta es una elasticidad que supone límites, y que no significa que cualquier docente será llevado a dar cualquier curso, sino que -dentro de las competencias y temáticas que cada uno maneje- hay un margen para evitar la repetición y la esclerosis, y a la vez que para diversificar la oferta académica de la universidad. Se supera así la irresoluble situación con las cátedras, de que no pueden cambiarse los planes de estudio (menos aún proponer una carrera nueva, y/o el cierre de una que esté en curso y se advierta institucionalmente agotada para cambiarla por otra) sin que se tenga que adaptar el plan de estudios a lo que ya está. O sea: que en vez de decidir qué contenidos habrá de tener la carrera a iniciar o el nuevo plan de estudios a inaugurar, tenemos que asegurarnos que los mismos no dejen fuera a las cátedras y los académicos tal cual ya están definidos por sus respectivos lugares concursados en cátedras. Situación por la cual, casi sobra decirlo, con ese régimen de ordenamiento administrativo-académico estamos imposibilitados de cualquier modificación seria en la oferta académica de nuestras universidades, y quedamos condenados a la inmovilidad y la eterna repetición de lo mismo.

La organización departamental deberá adecuarse para, por ejemplo, responder específicamente a las demandas educativas que les lleguen desde diferentes carreras, ya que los departamentos no se superponen con las carreras de una Facultad o una universidad. Y deberá dividirse por áreas para organizar mejor la discusión académica entre sus docentes/investigadores, así como las tareas de investigación mismas. Pero en cualquier caso se disminuirá la segmentación del trabajo, se plurificará las opciones de ejercicio del personal académico y además podrá independizarse la carrera académica de cada docente de la de los demás; ya no se será “adjunto” porque haya un titular instalado, sino que alguna comisión dictaminadora a establecer, fijará el nivel y la categoría académica de cada docente sólo en relación a sus propios logros, y no en la encerrada red de los escasos cargos que existen al interior de una cátedra.

Es hora de cambiar el régimen de cátedras en las múltiples universidades en que subsiste; si bien es difícil hacerlo, tanto por la dificultad legal-administrativa que ello conlleva, como por la resistencia -a veces frontal y también a menudo subterránea– que el personal docente suele hacer cuando estos procesos se inician. Pero las nuevas universidades que se están creando no debieran reproducir esta modalidad, y las otras -consolidadas en este régimen añejo y disfuncional- debieran iniciar claros caminos de modificación, en debate y diálogo con los sindicatos que nuclean a los docentes, y con la representación de los mismos en los consejos universitarios.

Es esta una muestra más del atraso gestional de la universidad argentina. En el gobierno anterior (tomando por tal la administración de 2003 a 2015) se avanzó mucho en el presupuesto, el salario docente, las becas, la inclusión de nuevos sectores sociales en la educación superior: pero hubo escasas políticas de modificación institucional, las que si bien no dependen del Estado nacional, se pueden auspiciar y favorecer desde allí. Situación agravada en el presente, cuando con el gobierno macrista el salario docente está en baja, el número de becas también así como el financiamiento todo del sistema, sin que -además- las reformas anteriores no realizadas se pongan en curso (lo cual, con ese contexto de restricción financiera, en cualquier caso resultaría muy problemático).

Este retraso gestional es añoso en nuestras universidades. Ya hace 40 años en sitios como Brasil o México, el espacio jerárquico de las universidades (secretarías de planeamiento, académica, de extensión) estaba ocupado por personal especializado, muchas veces graduado en universidades extranjeras. Personal profesionalizado en la dirección de la actividad universitaria, formado para cada una de esas funciones, o -cuanto menos- para la gestión universitaria en su conjunto. Entre nosotros no sólo está garantizada la discontinuidad entre diversas gestiones (lo cual es seguro si tienen diferente pertenencia política, pero sucede a veces incluso con igual pertenencia si se trata de la sucesión por otra tribu académica), sino que está garantizado que el personal sea de académicos que dejan momentáneamente sus funciones (o las mantienen) mientras se dedican a tareas que previamente desconocían, por lo cual su adecuación al cargo es baja, y también -hay que subrayarlo- donde no han de durar más allá de una gestión, a más de no ser profesionales del área. En el caso mexicano, el personal técnico contaba con un margen de posibilidad (nunca absoluto, por cierto) de continuar en varias gestiones, a partir de la calidad instrumental de su aporte.

De modo que hay una modernización que en la Argentina no terminamos de hacer; y por cierto que la apelación a la Reforma poco nos dice de todas estas cuestiones: la departamentalización no estaba en el programa de 1918 como no lo estaban los criterios actuales de gestión eficiente, simplemente porque en esos tiempos no existían tal cual los conocemos hoy.

La superación de la actividad de los consejos como decisorios sobre cuestiones rutinarias, es otra situación parecida: el co-gobierno no debiera entenderse como espacio de debate interminable sobre lo cotidiano, sino como decisión estratégica sobre los grandes temas, guardando (por cierto como importante) permanente vigilancia sobre las decisiones diarias de las autoridades ejecutivas. Pero no es en vano que estas sean cada vez más puestas en posición de fortalecimiento y mayores atribuciones de decisión a nivel latinoamericano (Atairo, 2016): si las decisiones se empantanan se pierde en efectividad, al punto de que las universidades de propiedad privada (pero efectos de índole pública) pueden a menudo aparecer como opción mejor a los fines de encontrarse -los estudiantes- con un universo administrativo más eficaz y de resultados más rápidos y previsibles.

Ojalá emprendamos de una vez los cambios necesarios. Nada lleva a suponerlo así, pues la tendencia a la reproducción autosatisfecha (y la dificultad intrínseca que conlleva el manejo del conflicto con docentes y eventualmente con alumnos) se hace a veces mayoritaria en nuestras instituciones. Pero si queremos ir más allá de la sola reivindicación ritual del pasado, el aniversario de la extraordinaria Reforma Universitaria de 1918, debiera ser base para pensar en la necesidad de nuevas y otras reformas universitarias presentes y futuras.


Referencias Bibliográficas

ATAIRO, Daniela (2016), El gobierno universitario en la agenda académica y política de América Latina, ANUIES, México.

FOLLARI, Roberto (2008), La selva académica (los silenciados laberintos de los intelectuales en la universidad), Homo Sapiens, Rosario.

FOLLARI, Roberto. y SOMS, Esteban (1981), “Crítica al modelo teórico de la departamentalización”, Revista de la Educación Superior de ANUIES, núm. 37, vol.10, México.