40 años de política universitaria en democracia, 30 acompañados por el aporte crítico de Pensamiento Universitario. 

Carlos Pérez Rasetti

Universidad Nacional de la Patagonia Austral (UNPA)
Extremo Sur 5-2022-2023-oleo sobre tela-40x80cm

En noviembre de 1993, cuando salió el primer número de Pensamiento Universitario, la democracia argentina, recuperada, estaba por cumplir 10 años de lo que sería, hasta ahora, su más prolongado período de vigencia. Llevábamos, entonces, 10 años de democracia y, diez, también, de política universitaria, una de las materias principales de la publicación que promovió y lideró Pedro Krotsch1. La revista nos acompañó los 30 años siguientes poniendo en relación las peripecias de nuestra política universitaria con las corrientes que se iban instalando en el mundo, promoviendo el debate y generando un discurso crítico que se constituyó en uno de los principales, casi el único al principio, que fue acompañando nuestras disputas, las incursiones críticas, el desarrollo de las investigaciones sobre la universidad, los dilemas con que la gestión interpelaba a los que la ejercían en las instituciones y en el gobierno. En noviembre de 1993 ya había sido superada la abstinencia del gobierno radical que siguió al intervencionismo restaurador de los primeros años del gobierno de Alfonsín y también la primera etapa del menemismo, vacilante respecto de todos los temas universitarios, pero que había desbloqueado la autorización de instituciones universitarias privadas con un facilismo vertiginoso. En noviembre de 1993 recién apenas se había creado la Secretaría de Políticas Universitarias2 lo que significó un ascenso de dos escalones en la organización burocrática del Estado para la cuestión universitaria, pero el énfasis que desde el momento inicial le imprimía su primer titular3 representaba un cambió aún más significativo y un nivel de interpelación al sistema universitario que no se había visto desde los años del primer peronismo. 

El 10 de diciembre de 1983 asume Raúl Alfonsín como presidente y ese día comienza este período de 40 años ininterrumpidos de democracia para nuestro país, el período continuo de más larga vigencia del estado de derecho y de la vigencia de nuestras instituciones constitucionales. Habían concluido los años de la más sangrienta dictadura cívico militar de nuestra historia, se terminaba el genocidio, el terrorismo de estado, la guerra de Malvinas y la destrucción de la economía con el primer experimento neoliberal de nuestra historia, pero la primavera democrática tendría que lidiar con los efectos de esos años de terror. Las universidades nacionales habían padecido espacialmente la represión; estudiantes y profesores desaparecidos, muchísimos expulsados y refugiados en el país y en el exilio. La dictadura había cerrado carreras que consideraba subversivas, cerró una universidad, impuso aranceles, exámenes de ingreso eliminatorios y cupo para las carreras. Más allá de todas estas restricciones, la represión que sufría la sociedad y las universidades nacionales específicamente, también desalentó la matrícula durante esos años y la mantuvo contenida. A pesar de que la dictadura intentó institucionalizar sus políticas dictando una ley universitaria e implementando en los últimos años un proceso de concursos docentes, la pérdida total de respaldo político, la resistencia de los sectores estudiantiles y docentes que creció y se fue haciendo más visible durante los últimos años, la derrota de Malvinas y la aceleración de la caída del régimen que eso precipitó, no se lo permitieron y, al final del llamado Proceso de Reorganización Nacional, los claustros estaban prácticamente hegemonizados por sectores opositores.

El nuevo gobierno surgido de las urnas se propuso la democratización del país y ese era el anhelo de toda la sociedad. El presidente solía repetir durante la campaña su credo laico: “Con la democracia no solo se vota, también se come, se cura y se educa”. La política universitaria tuvo entonces, como primer objetivo, la democratización de la universidad. Lo que facilitó las cosas al gobierno fue el hecho de que los militantes del partido del gobierno, la Unión Cívica Radical, y especialmente su organización estudiantil, Franja Morada, eran prácticamente hegemónicos en la militancia universitaria al concluir la dictadura. El radicalismo estaba en el gobierno y en la universidad tenía muchísimo peso. Así que democratizar la universidad consistía, básicamente, en habilitar el acceso al gobierno de las instituciones a sectores que estaban en sintonía con la ideología del gobierno. Así fue que la política confió en que la democratización iba a resolver todos los problemas de la universidad. 

Pero la universidad argentina ya no era la de 1966, ni tampoco lo era la sociedad que la contenía. La universidad de diciembre de 1983 era una universidad que había sufrido varias dictaduras, que en los primeros setenta había más que duplicado la cantidad de instituciones, que había tenido toda una etapa democrática muy intensa, movilizada y acosada de violencias durante los años ‘73, ‘74 y ‘75. Que había pasado por el debate de una Ley universitaria, una ley muy novedosa, además, que en algunos aspectos se intentó llevar a la práctica, incluso sin que se llegaran a modificar los estatutos de las universidades. Y después otra dictadura asesina, que no sólo mató y desapareció a muchas personas, fundamentalmente aterrorizó a la sociedad. También achicó la universidad. La represión contra la universidad desapareció, mató, encarceló estudiantes, profesores y no docentes. A otros los echó, los obligó al exilio en el extranjero y también aquí mismo. También se cerraron carreras, se cerró la Universidad Nacional de Luján, se establecieron aranceles, cupos y exámenes selectivos para el ingreso. En fin, todo lo que sabemos. La represión y el terror desalentó a muchísima gente de ir a estudiar a las universidades públicas. Todo eso también fue afectando las estructuras institucionales. Está claro que esa universidad que recibía la democracia no era la del neo-reformismo instaurado del año 1956 hasta 1966. Era una universidad donde se habían ido asentando una cantidad de capas geológicas de represión, problemas, reformas, contra reformas, confusión, utopías, cuestiones no resueltas.

¿Y qué pasa? Al democratizarla sin ningún tipo de planteo crítico, parece que se consolidaron esos problemas. Porque todos ustedes saben que una universidad normalizada, es decir, una universidad conducida por cuerpos colegiados elegidos por los estamentos internos, es muy difícil de cambiar. Son organizaciones muy horizontales para la toma de decisiones, también muy pesadas, pero eso hace también que sea muy difícil hacer cambios, especialmente si los cambios se pretenden estructurales. 

En el año ochenta y tres la crítica se centraba en la usurpación del poder por la dictadura y sus agentes, y no se proyectaba a las estructuras de esas instituciones que habían sufrido la usurpación. Tanto se prescindió de un diagnóstico crítico respecto de la organización que, para normalizarlas, se repusieron los estatutos que habían estado vigentes hasta junio de 1966, incluso para las universidades que se crearon después de esa fecha, pretendiendo que la restauración del orden legal de aquella etapa idealizada operara mágicamente sobre la afectada realidad de las universidades. Así fue que se desperdició la legitimidad del poder inaugural que tuvo la etapa de normalización y recién hacia el final del gobierno de Alfonsín los universitarios empezaron a advertir que con la democratización de la universidad no había alcanzado para que se resolvieran todos los problemas. 

Operada la normalización de las universidades, la política pública se retiró en un gesto que quedó representado en el lema que supo popularizarse en aquellos tiempos: “la única política universitaria legítima es la autonomía”. Esa frase parece una buena síntesis de la política universitaria del Alfonsinismo, que consideró plenamente autónomas incluso a las autoridades normalizadoras que el propio Poder Ejecutivo había designado. Así, por ejemplo, cuando se crea el Consejo Interuniversitario Nacional (CIN) en diciembre de 1985, la adhesión de las instituciones para integrarse al organismo fue dejada a decisión de los rectores normalizadores aún en funciones. Esto es, a rectores designados por el Poder Ejecutivo, provistos de legitimidad pero improbablemente depositarios de la autonomía universitaria.  

El Estado, en relación de previsible confianza con las universidades dirigidas por rectores amigos, solo debía garantizar la autonomía y el financiamiento. Este último no estaba incluido en aquella frase sobre la política universitaria, pero constituye en sí mismo una política pública sustantiva que es imposible para el Estado delegar en instituciones públicas gratuitas y, para casi todo lo demás, autónomas. Ciertamente la frase se olvidaba del financiamiento, y eso hizo crisis en los últimos años de Alfonsín por la situación económica que fue muy problemática. 

Por otra parte, la recuperación democrática permitió remover los aranceles, los cupos y los exámenes de ingreso pero especialmente el miedo. El entusiasmo que acompañó el nuevo clima democrático hizo que muchas personas que antes se habían inhibido de acceder a la universidad se sintieran habilitados y eso promovió el acceso masivo ya a partir de las inscripciones para el año 1984. Hubo, a partir de ahí, una expansión del sistema basada fundamentalmente en la ampliación de la matrícula. No es el aspecto más importante, la mayor cantidad de inscriptos fue generalizada, pero también hubo carreras, que habían sido cerradas por la dictadura, que se fueron abriendo entre los años ochenta y cuatro y ochenta y cinco. También una universidad, la Universidad Nacional de Luján, que había sido cerrada durante aquel nefasto período, fue recuperada a mediados de 1984. Pero ese fue el único hecho que pueda anotarse como ampliación institucional del sistema, (aunque no lo era del todo en la medida en que recuperaba una institución suprimida pero ya existente) si sacamos la creación de algunas sedes de universidades regionales y de la UTN. Durante todo el período de Alfonsín sólo se creó una universidad y seguramente esa creación no se le puede adjudicar a su gobierno ya que el primer intento (diciembre de 1986) fue vetado y recién prosperó por insistencia del Congreso casi dos años después, en septiembre de 1988, con el gobierno ya debilitado políticamente. 

A fines de esta etapa fue ingresando en nuestro país la agenda internacional para la educación superior de los años ochenta, impulsada entre otros sectores por los organismos multilaterales, pero también por la propia crisis de la universidad en su adaptación a la masividad. Ese Estado del primer alfonsinismo, que compartía sus concepciones ideológicas y sus orientaciones políticas con la conducción de la mayoría de las universidades nacionales, cambió totalmente en la presidencia de Carlos Menem. El nuevo gobierno tomó distancia y luego de un primer momento de cierta vacilación respecto de la relación con las universidades públicas, inició una política de importantes reformas. En ese período inicial, sin embargo, casi la única política universitaria fue la habilitación de la creación de nuevas universidades privadas, que estaba suspendida desde 1973, y lo hizo casi sin regulaciones, lo que generó una fuerte expansión del sector que duró hasta 1993. A principios de ese año, con el cambio del ministro de educación y la creación de la Secretaría de Políticas Universitarias, el gobierno de Menem implementó una política dinámica de fuerte protagonismo estatal que podría encuadrarse en la concepción del “estado evaluador”. Se crea una secretaría que se propone tener política universitaria. Pensemos eso en relación a lo que se planteaba antes, cuando se decía que la única política universitaria legítima era la autonomía. Pasa que ahora el gobierno reclama para sí el derecho y la obligación de tener una política universitaria. Esa política se plantea básicamente en función de los temas de coordinación del sistema y de impulsar políticas incentivadas con financiamiento económico. El financiamiento, el talón de Aquiles de la autonomía señalado como tal desde aquella certera intervención del ministro Wilde en el debate por lo que luego fue la Ley Avellaneda, es el punto por el que el nuevo gobierno construyó su capacidad de negociación con la autonomía política de las autoridades universitarias de las instituciones nacionales. Ese es el instrumento que introdujo la gestión de Del Bello y que se quedó para siempre.

A pesar de la impresión que causaba, especialmente en los radicales y en los sectores reformistas, la enérgica actuación de la recién creada Secretaría de Políticas Universitarias y, especialmente, la potencia del financiamiento orientado como elemento de negociación, la verdad es que se ampliaron los márgenes de autonomía estableciendo la autarquía administrativa, la descentralización de la política salarial a los Consejos Superiores de las universidades, convertidos entonces en virtual “patronal” de los docentes y no docentes (que los habían elegido) y autorizando el cobro de aranceles pero también de los servicios que las universidades prestaban hasta ese momento mediante la tercerización de esos ingresos propios con fundaciones. 

La descentralización de la política salarial, en un contexto de estabilidad monetaria, tenía cierto sentido porque permitía que cada universidad decidiera sobre un presupuesto de valores constantes. De cualquier manera, esto era muy relativo porque eran pocas las universidades con algún margen de maniobra respecto de su presupuesto inercialmente comprometido en salarios. Pero incluso la autorización incorporó una paradoja en el sistema que hoy, en un contexto inflacionario, cuando la política salarial está de hecho centralizada y en cabeza del Poder Ejecutivo, es más asombrosa. Curiosa situación la de las autoridades, rectores y consejeros superiores cuyos electores los convierten en patronal y luego de ser sus mandantes, o al mismo tiempo, se vuelven sus empleados. 

¿Cómo se hace una política universitaria hacia la universidad autónoma, con esta autonomía política que tiene nuestra universidad, que no es la autonomía habitual de las universidades en el mundo? Bueno, la manera que encontró ese gobierno, fue las políticas incentivadas financieramente. Pero fiel al criterio, digamos, de mercado que se pretendía impulsar en ese momento para la universidad, el procedimiento se implementó mediante fondos que se concursaban competitivamente.

Esa política era concursable, es decir, el financiamiento del FOMEC (Fondo para el Mejoramiento de la Calidad Universitaria), por ejemplo, disponía un financiamiento que solo llegaba a aquellos que presentaban un proyecto en condiciones de ser aprobado. Y muchas de las propuestas que se hicieron no solo eran competitivas, en el sentido de que uno tenía que aprobar y podía no hacerlo, sino que además los recursos disponibles se distribuían entre aquellos que sacaban mejores puntajes. FOMEC está analizado4, y se sabe que terminó pasando lo del efecto Mateo, solo que no en ciencia, sino en docencia.

Es decir, para resolver los problemas de la educación, de la educación universitaria, se le dio plata a los que ya lo tenían resuelto y podían mostrar más capacidad para seguir funcionando bien, incluso mejor, gracias al Programa. Por supuesto, eso como tendencia general. El FOMEC intentó un cambio para los proyectos de desarrollo institucional que se financiaban con fondos del Tesoro Nacional, y no del Banco Mundial. Ahí, con buen criterio de su conducción, el FOMEC decidió que a los proyectos que atendían problemas reales de las instituciones pero que no estaban en condiciones de ser aprobados, se les proveyera de asesoramiento para perfeccionarlos y convertirlos en viables.

De cualquier manera, más allá de los defectos señalados, el FOMEC tuvo una doble importancia, por un lado efectivamente apoyó distintas iniciativas de las universidades para mejorar la docencia; especialmente merece mención el apoyo a la formación de posgrado, que por primera vez tuvo una política específica dirigida a las universidades. En fin, hubo una cantidad de cosas importantes que se movilizaron. Pero lo que creo más interesante es este instrumento de la política, el financiamiento orientado, que es un instrumento que se quedó para siempre. Se pretendió también que eso estuviera vinculado a la evaluación. Pero la evaluación tardó en implementarse, solo se pudo incorporar algún mecanismo de evaluación voluntariamente, por convenios que hacía la secretaría con algunas universidades, a partir de 1994 y, recién con la Ley de Educación Superior (LES), en agosto de 1995, se terminaron de institucionalizar los procesos de evaluación y acreditación cuya implementación se prolongó hasta el año 2000, con la realización de las primeras acreditaciones de carreras de medicina.

En esta nueva política se incorporan las corrientes internacionales que ya desde comienzos de los años ochenta habían empezado a plantar la desconfianza hacia la universidad por parte del Estado. Esas tendencias en Europa continental supuso el pasaje de sistemas de poca o nula autonomía institucional y gran centralidad de la burocracia gubernamental en la dirección de las instituciones universitarias, a unos sistemas de creciente autonomía, descentralización de la administración y evaluación periódica. En nuestro caso estas tendencias operaron en la dirección inversa, quizás con alguna analogía con el proceso británico; de aquella autonomía sin políticas públicas que mencionamos, hacia una autonomía imprevistamente incrementada con autarquía, pero evaluada y sujeta a un sistema de coordinación con el Estado que institucionalizó la política universitaria. El alfonsinismo había creado al CIN como un organismo de las universidades estatales para que unificaran personería en el diálogo, como un externo, con el Estado. La reforma del menemismo, en cambio, creó un sistema de amortiguación mediante el cual ejecutó una apropiación del CIN y del Consejo de Rectores de las Universidades Privadas (CRUP) para la coordinación de la política universitaria institucionalizada, asignándoles funciones, otorgándoles participación protagónica en los otros organismos de coordinación (CU, CPRES, CONEAU, Consejo Federal de Educación) e integrándolos con los funcionarios del gobierno en la creación y desarrollo de la política universitaria. 

El menemismo inauguró dos modos de la política universitaria que se quedaron instalados de ahí en adelante en la relación entre el Estado y las instituciones. Por un lado, la creación de espacios de concertación compartidos con el sistema universitario. La negociación de las políticas con las autoridades de las universidades se institucionalizó y se formalizó a través de la creación de estos espacios y la apropiación del CIN y del CRUP, hasta ese entonces corporaciones independientes del Estado, como parte de la coordinación universitaria que estableció la Ley 24.521. Por otro lado, se inauguró el mecanismo de financiamiento orientado a incentivar y acordar políticas con las universidades. Este instrumento, de algún modo derivado de las prácticas de financiamiento de la investigación y, aunque bastante desnaturalizado, de los contratos programas mediante los cuales el gobierno francés negocia y concierta los planes de desarrollo y las prioridades de política universitaria con las instituciones, fue implementado a través del FOMEC y otros programas. En esta etapa, bastante en consonancia con las concepciones neoliberales del gobierno, el financiamiento de programas y proyectos se hacía concursable y selectivo, para promover la competencia que, en la concepción de mercado de las autoridades de la SPU, era el modo de lograr mejorar la calidad universitaria y asegurar la pertinencia de las instituciones y su oferta de carreras. Ambas políticas, la institucionalización de la coordinación entre el Estado/gobierno y las autoridades de las instituciones universitarias, y la oferta de financiamiento orientado, lograron legitimar de hecho una política muy polémica, resistida por amplios sectores y que avanzó entre conflictos y negociaciones.

En el marco de las políticas de coordinación tuvo un espacio especial la institucionalización de la evaluación universitaria establecida y gestionada por el Estado. Y lo hacía este Estado que había incorporado en la gestión del sistema a las corporaciones de universidades estatales y privadas. Aun así era una limitación de la autonomía individual de las instituciones que muchas autoridades y especialmente agrupaciones estudiantiles resistieron. Antes no se rendía cuentas ante nadie y ahora habría que hacerlo frente a pares evaluadores mediados por la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria.

De cualquier manera, no solo las tendencias internacionales y las iniciativas del Banco Mundial y otros organismos pusieron la cuestión de la calidad en la agenda universitaria argentina de los años noventa. Ya mencionamos que a fines de los años ochenta la crisis económica puso en evidencia los problemas no resueltos y, en especial, la dificultad para procesar la masividad. Esto fue especialmente crítico respecto de algunas carreras de especial interés para el público como medicina, y la polémica ganó la calle, o mejor dicho, los medios de comunicación. Así fue como se empezó a dar un intenso debate en el sistema, con encuentros muy masivos de especialistas y gestores, publicaciones e iniciativas para encontrar opciones consensuadas entre los gobiernos sucesivos y el CIN. Las cuestiones principales eran: ¿Qué evaluar? ¿Quién evaluaría? ¿Para qué se evaluaría? y ¿Cómo se evaluaría?. Se discurría entre propuestas de que fueran las mismas instituciones las que se autoevaluaran, o que el sistema desarrollara y gestionara una herramienta de evaluación; sobrevolaba la preocupación por la propuesta del gobierno de vincular el financiamiento a los resultados de las evaluaciones oscilando entre la versión británica de premios y castigos y la francesa de planificación concertada. Sin embargo, la incorporación a partir de 1993 de los fondos concursables orientados mostraba la inclinación del gobierno hacia la lógica de mercado tanto para la asignación de fondos como para la construcción de la calidad a partir de la competencia.

Finalmente la evaluación se incorporó a la legislación y fue implementándose, como explicó Pedro Krotsch, matizando su sesgo neoliberal original mediante la gestión del conflicto y la negociación que fueron dándole forma a las prácticas y variando su sentido político. 

A partir de 2003 las relaciones entre el gobierno y las instituciones universitarias públicas cambiaron de sentido en la medida en que, a partir de la creación del Programa de Calidad (Res. SPU 270 del 18 de agosto de 2004) y en marzo de 2005 del FUNDAR (Fondo Universitario para el Desarrollo Nacional y Regional), el financiamiento orientado de proyectos pasó de ser competitivo a realizarse mediante fondos no competitivos, es decir, mediante políticas universales de financiamiento. Además, los montos movilizados por el programa de calidad fueron creciendo rápidamente gracias a la recomposición financiera del Estado durante el gobierno de Néstor Kirchner. Esta modalidad de relación negociada entre las políticas públicas del gobierno y las universidades se mantuvo durante los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, y no fue cambiado por el gobierno de Mauricio Macri, desde lo discursivo, aunque en la práctica los programas vigentes perdieron dimensión presupuestaria o directamente se desfinanciaron y se iniciaron otros (como el de los RTF) con menor incidencia presupuestaria. 

El Programa de Calidad y la nueva política de asignación de fondos para proyectos de mejoramiento a partir de 2003, produjo también un cambio de sentido en la acreditación de carreras de grado a cuyos procesos se acopló el financiamiento de los planes de mejoramiento que surgían de las evaluaciones realizadas por la CONEAU. Las universidades presentaban las carreras evaluadas en las convocatorias del Programa de Calidad y la asignación de los fondos se aseguraba para todas las carreras presentadas, para lo cual el Programa realizaba el acompañamiento necesario si había que realizar ajustes a las presentaciones para garantizar que fueran viables y efectivas. 

La progresiva aceptación de los procesos de evaluación y acreditación por parte de las instituciones, aun cuando, especialmente en estos últimos, se mantienen debates más bien instrumentales con la CONEAU, es paradójico porque en el caso de las carreras del artículo 43º de la LES ayudó el cambio de sentido que a esos procesos le imprimió el Programa de Calidad y sus proyectos de mejoramiento. Sin embargo, en el caso de las carreras de posgrado se impuso sin conflicto un sistema claramente inscripto en las políticas de mercado que impulsaba la versión original de la LES, en el que la acreditación, potenciada con la asignación de categorías, cumple un rol central. 

El Programa de Calidad también le cambió el sentido a la acreditación. La acreditación originalmente estaba planteada como una evaluación de la calidad de productos frente al mercado. Se expone la calidad de esos productos y estos, que son nuestras carreras, compiten en el mercado. También respecto de las universidades, porque la evaluación institucional, que no tiene ningún efecto jurídico, sí tiene como obligación que los informes sean públicos. Más allá de quien lea estos textos, y que es improbable que alguien los revise al momento de elegir universidad, y aunque está muy claro que son mucho menos directos y accesibles que las acreditaciones institucionales existentes en otros países que definen con una palabra el resultado, a las autoridades universitarias les importan. 

El Programa de Calidad lo que hizo fue financiar los programas de mejora que surgían de las acreditaciones. De ese modo la acreditación pasó a ser parte de una planificación de la mejora, dejó de un dispositivo de control de calidad descomprometido, ejecutado por el Estado evaluador y pasó a ser una práctica en que las universidades, con la CONEAU, que también es parte el sistema universitario, y con el gobierno, desarrollan un sistema de mejoramiento de la calidad de las carreras de interés público. 

Más allá del impacto del financiamiento de las mejoras en las acreditaciones de carreras, el Programa de Calidad apoyó también una serie de proyectos desplegados durante los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner promoviendo distintos aspectos de la vida universitaria. La expansión institucional fue un aspecto importante a través del Programa de Expansión de la Educación Superior. Durante el menemismo el sistema había retomado su expansión con otro signo: la expansión institucional. Primero fue básicamente por medio de la creación de instituciones universitarias privadas, como ya dije, y luego, mientras se desaceleraba la aprobación de nuevas instituciones producto de las regulaciones, la expansión se dio a partir de la implantación de sedes, subsedes y extensiones áulicas (sic) que se fueron diseminando bastante indiscriminadamente por las diferentes regiones. Estas localizaciones, a muchas veces calificables como asentamientos precarios, estaban casi siempre dedicadas prioritariamente al dictado de las carreras más baratas dentro de las más demandadas. 

A partir de 2006 se inició una política de control y evaluación de estas sedes distantes cuando se ubicaban en un Consejo Regional de Planificación de la Educación (CPRES) distinto del que era sede originaria de la respectiva universidad, algo que exigía la reglamentación vigente. En 2009, a partir de un diagnóstico que reconocía la presión de las localidades por educación universitaria, se inició en paralelo una iniciativa estatal para favorecer la instalación de sedes regionales en las que las universidades más próximas pudieran ofrecer, con financiamiento estatal y acuerdos con los municipios y planificadamente, carreras prioritarias para el desarrollo de las distintas regiones. A partir de 2012 y hasta 2020 el Programa de Expansión concretó la implementación de unas doscientas carreras (148 entre 2012 y 2016, y con una importante desaceleración durante el gobierno de Macri (2016-2019), 47 en esa etapa.

Por otra parte, la expansión del sistema retomó la creación de instituciones con fuerte énfasis a fines del primer decenio del siglo XXI. 2009 fue un año especialmente productivo ya que se crearon seis (6) universidades nacionales, cinco de ellas en el Conurbano bonaerense y una en la provincia de San Luis. Si bien fueron promovidas, como lo habían sido las creadas en los años noventa, por iniciativa de autoridades locales y legisladores vinculados a los territorios de emplazamiento de las nuevas universidades, el Poder Ejecutivo incorporó estas iniciativas en una narrativa de política inclusiva que dio en llamarlas las “Universidades del Bicentenario” y que no solo apoyó su implementación sino que alentó la aprobación de otras iniciativas. Con todo, salvo la creación de la Universidad de la Defensa Nacional (2014), aunque contaron con el apoyo explícito de las autoridades nacionales, ninguna de estas universidades se generaron en un proyecto del ejecutivo, o una planificación explícita,  sino que siguió dependiendo del peso político relativo y la capacidad de establecer acuerdos y consensos de los actores territoriales. Es como si el gobierno hubiera preferido dejar la selección de los nuevos proyectos a la dinámica de la política con foco en el Congreso antes que asumir la responsabilidad y los riesgos de una planificación que nunca se había intentado en democracia5. De esa manera se concretaron otras siete creaciones, tres en 2014 y otras tres en 2015. La expansión del sistema, tanto por la creación de nuevas instituciones y sedes como, también de algún modo, por la ampliación de la educación a distancia, fue generando una “vecinalización” de la universidad. Un proceso en el que la universidad se vuelve próxima y genera un nuevo alumnado, aquel que nunca hubiera ido a la universidad si esta no se hubiera llegado hasta su barrio, hasta al lado de su casa. 

Creo que ese modo de dialogar entre la universidad y el Estado, que son las políticas incentivadas pero universales, hasta hoy, está vigente. De hecho el gobierno acaba de distribuir $10 millones para cada universidad para desarrollar el programa de Sistemas Institucionales de Aseguramiento de la Calidad (SIAC), y otros $8 millones para cada universidad para desarrollar los sistemas de créditos; dinero que ya está transferido o cuya transferencia está aprobada. 

Se trata de apoyar dos políticas que fueron consensuadas en una versión genérica en diciembre de 2021 entre el Ministerio, la Secretaría de Políticas Universitarias y el CIN, que se discutieron durante estos años y cuya redacción se trabajó con el CIN y el CRUP especialmente entre mayo y noviembre de 2023. Y estamos ahora en un puente o trampolín hacia un nuevo gobierno al que le corresponderá decidir si apoya la continuidad de las decisiones consensuadas por el sistema y las autoridades del gobierno anterior, o no. Estamos, otra vez, como en 2015, con decisiones respecto del sistema universitario cuya efectivización y progreso depende de que como sean recibidas por las nuevas autoridades del Poder Ejecutivo, de cómo las tramiten con el sistema y cómo se sostengan o no las posiciones de los actores del sistema respecto de las políticas de las nuevas autoridades. En el 2015 fue la reforma Puiggrós de la Ley de Educación Superior, frente a un gobierno que ni siquiera la defendió en la justicia. Ahora son estas decisiones, consensos sobre la evaluación y sobre los créditos y duración de las carreras lo que está en, al parecer, discusión. También la reciente creación de nuevas universidades nacionales que deberá sostener y apoyar un gobierno que dice venir a reducir el Estado. 

Hoy en diciembre de 2023, cuando digo estas palabras, el futuro del sistema universitario y, especialmente, del sistema universitario público es incierto. Sabemos, sin embargo, que la sociedad y el país necesitan un sistema universitario sólido y que probablemente, la sociedad y el país nos permitan sostenerlo frente a las incertidumbres que, después de todo, son propias de todo futuro. En cambio, el futuro de la revista Pensamiento Universitario estará asegurado también para seguir acompañándonos a todos los que estamos interesados en seguir siendo serios cuando estamos investigando, gestionando y aprendiendo sobre esta gran campo que le llega a tanta gente, que es tan importante para el país, para la sociedad, que es la universidad.

Notas

1 Como este es un homenaje quizás se me permita una digresión personal. En noviembre de 1993 ya hacía casi diez años que había conocido a Pedro Krotsch. Por recomendación de Norberto Fernández Lamarra lo había convocado para que nos ayude, junto con Dora Barrancos, en un proyecto de educación agraria de la provincia de Santa Cruz que el nuevo gobierno democrático quería revisar. Hacía también pocos años, tres, que habíamos creado lo que hoy es la Universidad Nacional de la Patagonia Austral y estábamos aprendiendo el oficio con el asesoramiento de Carlos Marquís y las lecturas, pocas, disponibles en ese momento. La aparición de Pensamiento Universitario inauguraba un espacio que a la vez introducía en nuestro ambiente las publicaciones de importantes especialistas extranjeros y promovía la producción nacional en el campo y el debate propio sobre la cuestión universitaria. Fue un acompañamiento oportuno, indispensable y al que siempre estaremos agradecidos. 

2 24 de marzo de 1993.

3 Su primer titular fue Juan Carlos Del Bello, su dinámica actuación produjo enormes cambios en el sistema de educación superior a la vez que generó muchísima polémica e importante oposición. Debe reconocerse que, respecto de todos los cambios impulsados, incluso el proyecto que hoy es la Ley de Educación Superior (LES) 24.521, dio el más amplio y abierto debate. Muchas de las reformas que promovió perduran hasta el día de hoy, algunas matizadas por esa dinámica de conflicto y concertación que caracterizó a las políticas universitarias según nos ha explicado Pedro Krotsch.  

4 Oszlak, O., Trombetta, A. y Asensio, D. (2003). Evaluación del Programa Fondo para el Mejoramiento de la Calidad Universitaria. Secretaria de Políticas Universitarias. Disponible en: https://cdi.mecon.gob.ar/bases/docelec/ah1179.pdf

5  La excepción fue el Plan Taquini, durante la dictadura de 1966-1973, que fue más coherente como plan que como realidad ya que apenas un par de las universidades previstas se concretaron y, las demás, se colaron en esta política para encauzar expectativas y reclamos de distintas provincias y regiones.