La expansión del acceso a la educación superior y el precio de estudiar en Chile
Javier Campos-Martínez
Universidad Austral de Chile
Introducción1
Este trabajo analiza la expansión del acceso a la educación superior mediante políticas de financiamiento focalizadas, desarrolladas en un contexto de mercado con baja regulación. En particular se profundiza en las consecuencias de este esquema tanto para las instituciones de educación superior (IES) como para sus estudiantes, caracterizando sus efectos en la equidad, la inclusión y la sostenibilidad del sistema.
El modelo de expansión de la educación superior en Chile hasta la primera década del siglo XXI utilizó la transferencia de la carga económica a los estudiantes y sus familias, condicionando el acceso a su capacidad de pago. Este proceso estuvo acompañado del fomento al emprendimiento privado y la proliferación de instituciones independientes del Estado, pero sostenidas en gran medida por financiamiento público directo e indirecto. Paralelamente, se implementaron mecanismos externos de regulación de la calidad, como los sistemas de acreditación, que impusieron exigencias y normativas centralizadas con una baja consideración de particularidades territoriales o condiciones estructurales específicas que mediaron la relación con el contexto.
El financiamiento de la educación superior en Chile ha descansado principalmente en la matrícula y en la capacidad de los estudiantes y sus familias para costear los aranceles, establecidos por las universidades en función de un cálculo mercantil. En ese escenario, las instituciones y carreras de mayor prestigio, donde tradicionalmente se forman las élites nacionales y regionales, imponen tarifas más altas por sus servicios educativos. Para los estudiantes que no podían cubrir estos costos con recursos familiares ni acceder a las becas y ayudas limitadas otorgadas por el Estado, se crearon modelos de financiamiento basados en créditos otorgados por las universidades y la banca. Uno de los más conocidos es el Crédito con Aval del Estado (CAE), implementado el año 2005 durante el gobierno de Ricardo Lagos bajo la gestión del ministro Sergio Bitar (Romero-Meza & Ibañez-Veizaga, 2024).
Endeudar para educar: el CAE y su impacto
Este modelo de crédito operó como un mecanismo de acumulación por desposesión, disfrazado como una política de equidad, inclusión y justicia (Harvey, 2005; Kremerman & Paez, 2016). En la práctica, ha producido una generación de estudiantes que finalizan sus estudios con deudas que duplican o triplican el costo de sus carreras y se extienden durante años. Más aún, según los datos presentados por el Ministerio de Educación, la Subsecretaría de Educación Superior y el Centro de Estudios del Ministerio de Educación (CEM) (2022), este sistema no solo ha generado un alto nivel de endeudamiento, sino que también ha replicado y reforzado desigualdades. El 57% de las personas endeudadas con el Crédito con Aval del Estado (CAE) son mujeres, muchas de ellas con ingresos inferiores a 800 dólares mensuales. Esto se debe, en gran parte, a que no lograron completar sus estudios y quedan atrapadas en un severo ciclo de endeudamiento: sin título profesional, pero con una deuda significativa que limita sus oportunidades laborales y su estabilidad económica. En muchos casos, estas mujeres también son madres, lo que agrava aún más su situación y refuerza la idea de que este modelo de acumulación por desposesión, disfrazado de política de acceso, termina castigando de manera desproporcionada a los grupos más marginados del sistema educativo.
A largo plazo, estos créditos asfixian las perspectivas de futuro y la planificación de proyectos de vida de los egresados, obligándolos a aceptar condiciones laborales desfavorables y precarizando otros ámbitos de su existencia. La necesidad urgente de pagar sus deudas restringe su capacidad para exigir mejores condiciones laborales, denunciar la precariedad o acceder a contratos justos, ya que la prioridad de quienes están endeudados es evitar la insolvencia (Kremerman & Paez, 2016). Al mismo tiempo, este modelo genera una relación de dependencia con la banca, donde la estabilidad financiera no se alcanza mediante el trabajo, sino mediante el acceso a nuevos créditos. Para subsistir, seguir consumiendo y mantenerse dentro del sistema, los deudores se ven obligados a recurrir a financiamiento adicional, perpetuando un ciclo de endeudamiento que, en algún momento, los inserta en sistemas de información crediticia como DICOM, parte de la red global de Equifax.
El endeudamiento no solo impacta las condiciones laborales de los egresados, sino que también tiene efectos más amplios en la organización social y política de las generaciones beneficiadas con el CAE. La creciente precarización del empleo se acompaña de un proceso de desmovilización social, en el que el miedo a la inestabilidad económica se convierte en un mecanismo de control que desincentiva la protesta y la organización colectiva (Kremerman & Paez, 2016). Como plantean Arruzza et al. (2019), esta dinámica se inscribe en una lógica más amplia de “guerra contra la reproducción de la vida”, donde las condiciones que garantizan el bienestar de las generaciones presentes y futuras —como el acceso a la educación, la vivienda y el cuidado— se ven cada vez más erosionadas por el endeudamiento y la mercantilización de derechos fundamentales.
Las rebeliones estudiantiles y la consolidación del financiamiento focalizado a través de la gratuidad
El esquema de financiamiento basado en el endeudamiento fue una de las razones que impulsó el alzamiento estudiantil de 2011. Si bien este movimiento no logró transformaciones radicales, contribuyó a acelerar la expansión del acceso a las instituciones de educación superior y a instalar en el debate público la necesidad de cambios estructurales en el sistema (Campos-Martínez & Olavarría, 2020).
Como resultado de estas movilizaciones se implementó la gratuidad, una política de financiamiento que no estableció un acceso universal a la educación superior, sino que se diseñó bajo criterios focalizados. Para acceder a este beneficio, los estudiantes deben pertenecer al 60% de la población con menores ingresos y postular a una institución adscrita a la gratuidad y acreditada por el Estado. La cobertura se limita a un máximo de cinco años, dejando fuera a quienes extienden sus estudios más allá de ese período (Rodríguez et al., 2023).
Antes de la implementación de la gratuidad, el financiamiento universitario dependía de una combinación de becas internas y externas, junto con créditos otorgados por las propias universidades (como el fondo solidario) o por la banca privada, con aval del Estado. Las becas se asignaban principalmente en función del rendimiento académico, favoreciendo a los estudiantes con mejores puntajes en las pruebas de selección universitaria. Para quienes no obtenían becas completas, existían becas parciales que debían complementarse con créditos universitarios o bancarios, mientras que el resto del financiamiento recaía sobre las familias o los propios estudiantes. La gratuidad vino a superponerse a este modelo, permitiendo que más estudiantes accedieran a la educación superior sin endeudarse por concepto de aranceles. Sin embargo, aquellos que no cumplen los requisitos para este beneficio deben seguir recurriendo a la banca, manteniendo vigente el crédito con aval del Estado como una alternativa de financiamiento.
Así, a partir de estas reformas, el sistema de educación superior en Chile opera con tres tipos de aranceles que determinan tanto el financiamiento de las instituciones como la carga económica de los estudiantes: el arancel de referencia, el arancel regulado en régimen y el arancel real. Cada uno responde a distintos propósitos y metodologías de cálculo, pero todos están interconectados dentro del sistema de financiamiento universitario (Holz, 2020; MINEDUC, 2024).
El arancel de referencia es un valor determinado por el Estado para establecer el monto máximo que se otorga a los estudiantes mediante becas y créditos, como el Crédito con Aval del Estado (CAE) y el Fondo Solidario de Crédito Universitario (FSCU). Se calcula agrupando a las universidades en cuatro categorías según criterios de calidad académica, como la proporción de docentes con magíster o doctorado, el nivel de investigación y publicaciones, y las tasas de retención y titulación oportuna. Posteriormente, las carreras dentro de cada grupo se clasifican según las sub-áreas del conocimiento definidas por la OCDE. Para cada categoría, el arancel de referencia se establece tomando como base el valor de la carrera impartida en la institución mejor acreditada dentro del grupo (Holz, 2020; MINEDUC, 2024).
El arancel regulado es el valor que el Estado paga a las instituciones de educación superior por cada estudiante beneficiario de la gratuidad. Su cálculo se basa en una fórmula ponderada donde el parámetro central es el costo por alumno representativo de la carrera, determinado a partir del costo promedio de carreras similares dentro de su categoría. Este valor se ajusta considerando distintos factores, como la proporción de docentes con doctorado, los años de acreditación, la acreditación institucional en distintas áreas, la región donde se imparte la carrera y el porcentaje de estudiantes en situación de vulnerabilidad. En el caso de Centros de Formación Técnica (CFT) e Institutos Profesionales (IP), también se incluye la empleabilidad al primer año de egreso. El arancel regulado es el monto máximo que el Estado cubre en el marco de la gratuidad.
El cálculo del arancel regulado considera parámetros como “el costo de las carreras similares dentro de cada categoría”, lo que permite inferir que su determinación estuvo influida por los aranceles históricos que las universidades habían establecido previamente en función de su posicionamiento en el mercado educativo. En la práctica, esto significó que las carreras más demandadas, selectivas y con mejores proyecciones salariales al egreso conservaran aranceles más altos, mientras que aquellas con menor atractivo, menor selectividad y un retorno económico inmediato más bajo mantuvieran aranceles regulados inferiores. Como resultado, estos aranceles no reflejan necesariamente el costo real de la enseñanza de cada carrera, sino que perpetúan una lógica de mercado desregulado en la distribución de recursos. Esto explica, por ejemplo, que el arancel regulado de la carrera de Derecho sea significativamente mayor que el de Pedagogía, a pesar de que los costos operativos de ambas carreras no justifican dicha diferencia.
Finalmente, el arancel real es el valor que cada institución fija de manera autónoma para sus programas. Este arancel busca reflejar el costo de la enseñanza según la propia estimación de la universidad o instituto, lo que significa que puede variar significativamente entre instituciones y carreras. Es el valor que pagan los estudiantes que no reciben gratuidad y que deben financiar su educación con recursos propios o con créditos y becas estatales.
No todas las universidades forman parte de este sistema. La mayoría de las universidades estatales y algunas privadas se adscribieron a la gratuidad, mientras que otras optaron por mantenerse al margen, dado que financieramente no les resulta conveniente. Esto porque la gratuidad no representa un modelo financieramente sostenible para las universidades. En primer lugar, limita los aranceles que pueden cobrar por cada carrera, estableciendo un arancel regulado determinado por el Ministerio de Educación en función de ciertos indicadores, como los años de acreditación de la universidad, sus tasas de retención y otros factores internos. Para acceder a la gratuidad, las universidades deben contar con al menos cuatro años de acreditación y, en función de este criterio, les son asignados diferentes valores a sus carreras. Así, por ejemplo, las universidades con acreditación de excelencia pueden cobrar un arancel mayor que aquellas con menor acreditación. Para incrementar sus años de acreditación, las universidades deben someterse a procesos regulados por una agencia estatal que exige, entre otros aspectos, mejoras en infraestructura y mecanismos de rendición de cuentas. Estas exigencias aumentan significativamente sus costos operacionales.
Esta situación ha llevado a que algunas carreras, especialmente aquellas orientadas al servicio público y que atienden a estudiantes de primera generación, operen con déficit. Por ejemplo, las carreras de Pedagogía que están obligadas a acreditarse permanentemente, suelen tener aranceles de referencia más bajos que no alcanzan para cubrir el costo de impartirlas. Esto obliga a las universidades a buscar soluciones como aumentar la matrícula para hacer economías de escala o, en casos extremos, cerrar programas que resultan financieramente insostenibles. Estas decisiones afectan directamente la oferta educativa y pueden limitar el acceso a ciertas profesiones, especialmente en regiones periféricas donde las carreras son más costosas y la oferta educativa es más limitada.
La gratuidad y sus efectos en las Instituciones de Educación Superior
Si bien la estructura de aranceles explica cómo se financian las universidades y los estudiantes, es igualmente relevante examinar la composición del sistema de educación superior chileno y la relación entre lo público y lo privado en la provisión de educación. La expansión del acceso no ha sido acompañada de una consolidación del sector público, sino que ha estado marcada por un modelo de privatización que, lejos de garantizar el derecho a la educación, ha profundizado la hegemonía de las universidades privadas. Este fenómeno ha configurado un sistema donde conviven instituciones con misiones, estructuras de financiamiento y niveles de selectividad muy distintos, lo que hace necesario diferenciar entre los diversos tipos de universidades que hoy operan en el país.
Una clasificación que se realiza constantemente involucra la diferenciación entre universidades tradicionales y otras universidades. Las universidades tradicionales son aquellas que existían antes de la dictadura y que forman parte del Consejo de Rectores. Incluyen tanto universidades estatales como privadas con “vocación pública”, entre ellas las universidades católicas y otras instituciones con estructuras de gobernanza corporativas. Las “otras” universidades surgen a partir de los años 90, la mayor parte de ellas son privadas y cuentan con una clara orientación ideológica conservadora. Un grupo de ellas han concentrado su base entre estudiantes provenientes de familias tradicionalmente acomodadas que solían formarse en universidades tradicionales. Estas instituciones cuentan con un alto financiamiento y, aunque no son altamente selectivas, disponen de amplios recursos para apoyar a sus estudiantes. Además, se benefician de la Ley de Donaciones, que permite a los privados reducir sus impuestos mediante aportes a la educación, funcionando como un subsidio estatal indirecto para la formación de cuadros políticos conservadores (Badal, 2024). Por otro lado, existen universidades privadas de baja selectividad que captan a estudiantes que no fueron admitidos en universidades tradicionales y cuya única opción para acceder a la educación superior es endeudarse mediante créditos como el CAE. Generalmente, estas instituciones ofrecen programas vespertinos y atienden a una población estudiantil que trabaja y estudia simultáneamente, con una fuerte presencia de grupos vulnerables y marginados.
A lo largo de las últimas décadas, el crecimiento de la matrícula ha estado marcado por la expansión de universidades privadas, que hoy concentran la mayor parte de los estudiantes. Sin embargo, lo que actualmente está determinado la forma y extensión que están alcanzando las universidades no depende exclusivamente de su legitimidad histórica u orientación ideológica, sino particularmente en torno a su acceso a financiamiento estatal y su dependencia de la gratuidad. Por ello, para los análisis contemporáneos es útil adoptar una clasificación adicional que distinga a las instituciones según su grado de integración en este sistema de financiamiento.
Universidades altamente dependientes de la gratuidad: Ubicadas mayoritariamente en regiones periféricas, estas universidades se dedican a la enseñanza, la investigación y la vinculación con el medio, aunque con diferencias en prestigio. Sus estudiantes provienen en su mayoría de contextos vulnerables y más del 70% recibe gratuidad. Si bien esto ha permitido ampliar el acceso, no ha garantizado mejores condiciones de financiamiento para estas instituciones.
Universidades con gratuidad, pero financieramente autónomas: Ubicadas en la zona central del país, particularmente en la Región Metropolitana, entre ellas es posible encontrar universidades estatales y privadas, que forman parte del consejo de rectores, y que atienden mayoritariamente a estudiantes de clase media y alta. Son universidades de alta complejidad y suelen competir en rankings internacionales como Times Higher Education y Shanghái. Solo alrededor del 30% de su matrícula depende de la gratuidad. Los estudiantes que no obtienen gratuidad pueden costear su educación mediante créditos bancarios o aportes familiares.
Universidades fuera de la gratuidad: Son privadas y están distribuidas a lo largo del país. Algunas concentran a estudiantes de élite que optan por segregarse, mientras que otras reciben a estudiantes que no calificaron para la gratuidad y que financian sus estudios con créditos como el CAE. Estas instituciones pueden ofrecer becas internas y cuentan con institutos o centros de investigación donde concentran su desarrollo académico. Además, poseen agendas ideológicas marcadas, con un sesgo conservador. Un ejemplo de esto es una universidad que recientemente pagó como sueldo 212.000 dólares anuales a una exministra de Educación del gobierno de Sebastián Piñera, conocida por su rol en la represión a los estudiantes.
Sostenibilidad financiera y crisis universitaria
El financiamiento es un factor determinante en la sostenibilidad de las instituciones, en el sistema Chileno aquellas que mejor se sostienen económicamente son las que tienen mayor flexibilidad en la recaudación de aranceles. Tanto las universidades privadas fuera de la gratuidad como aquellas que no dependen completamente de ella pueden recibir, además del arancel de referencia, un monto adicional que ellas mismas establecen como un arancel real, superior al regulado. Esto les permite expandir su oferta académica, contratar más docentes, fortalecer programas de desarrollo estudiantil y mejorar su infraestructura. En cambio, las universidades estatales y algunas tradicionales con vocación pública enfrentan una crisis de sostenibilidad. La razón principal es que el arancel de referencia no cubre el costo real de muchas carreras, en especial aquellas orientadas al cuidado y la reproducción de la sociedad (Arruzza et al., 2019), como son las pedagogías, donde se concentran estudiantes que son primera generación en las universidades y cuyo financiamiento implica medidas de equidad.
Las universidades con alta dependencia de la gratuidad tienen pocas alternativas para revertir esta situación. Una de las estrategias ha sido aumentar la matrícula, aplicando economías de escala y sobrecargando a los docentes, lo que afecta la calidad de la educación. Otra opción es cerrar programas académicos no rentables. En el último año, cerca de 30 programas de pedagogía han cerrado sus matrículas o han iniciado procesos de cierre en universidades con gratuidad. A esto se suman los despidos masivos en universidades del centro y sur de Chile, que han afectado especialmente a las humanidades y ciencias sociales, y a los profesores con contratos a plazo fijo y a los administrativos (Asociación Nacional de Investigadores de Postgrado [ANIP], 2025) .
La Universidad Alberto Hurtado, por ejemplo, despidió recientemente a 84 académicos, 20 solo en la Facultad de Educación (Palma & Ossandón, 2024), mientras que la Universidad Austral de Chile enfrenta un recorte aún mayor, con la inminente desvinculación de más de 80 docentes (Cooperativa, 2024). Lo mismo ha ocurrido en la Universidad de la Frontera (Betancourt, 2024), en la Universidad de Antofagasta (Campos, 2024), Universidad de Magallanes (Carrillo, 2024), Universidad Cardenal Silva Henríquez, Universidad Academia de Humanismo Cristiano, Universidad de Aysén, Universidad del Bío-Bío, y otras (Asociación Nacional de Investigadores de Postgrado [ANIP], 2025). La crisis financiera se extiende de norte a sur, y las instituciones más afectadas son precisamente aquellas que han garantizado el acceso a estudiantes de sectores históricamente marginados.
Acreditando la desigualdad
Un aspecto determinante en la configuración actual del sistema de educación superior en Chile es la acreditación, un mecanismo de regulación estatal que busca garantizar estándares mínimos de calidad en las instituciones y programas académicos. En su origen, este sistema fue impulsado como una medida de transparencia y aseguramiento de la calidad, especialmente tras la expansión desregulada de las universidades privadas en los años 90 y las denuncias sobre deficiencias en la formación profesional (Cox et al., 2010). Sin embargo, su implementación ha generado múltiples tensiones, especialmente en las universidades que dependen de la gratuidad, donde la acreditación ha pasado de ser una garantía de calidad a convertirse en un factor que determina la viabilidad financiera de las instituciones y programas.
El sistema de acreditación en Chile impone requisitos diferenciados según el tipo de institución y carrera. En el caso de las universidades, el número de años de acreditación condiciona su acceso a financiamiento estatal y la cantidad de estudiantes que pueden recibir gratuidad. En el caso de las carreras de pedagogía, la acreditación es obligatoria: sin ella, los programas no pueden matricular estudiantes con becas o gratuidad, lo que en la práctica los deja fuera del sistema. Esta exigencia, que en un principio buscaba elevar los estándares de la formación docente, ha terminado por generar efectos contradictorios, al imponer modelos de estandarización que no siempre se ajustan a las realidades institucionales ni a las necesidades de los estudiantes (Galaz et al., 2023).
En este contexto, la acreditación se ha convertido en un factor determinante para la sostenibilidad de las universidades, especialmente para aquellas que atienden a estudiantes de sectores vulnerables y dependen casi en su totalidad de la gratuidad. En lugar de funcionar como una herramienta de mejora continua, ha operado como un mecanismo de control centralizado que impone altos costos operativos y dificulta la adaptación de las universidades a realidades locales y contextuales.
El impacto de la acreditación en las carreras de pedagogía es un ejemplo claro de cómo las políticas de aseguramiento de la calidad, lejos de garantizar mejores condiciones para la formación docente, han generado nuevas barreras para la inclusión y la sostenibilidad de estos programas. Al exigir el cumplimiento de estándares rígidos, se ha promovido un modelo de educación homogéneo que limita la diversidad estudiantil y dificulta la adaptación de las universidades a realidades locales y contextuales.
Este proceso ha tenido consecuencias concretas en las instituciones y en los propios estudiantes. Por un lado, las universidades con menor capacidad financiera han debido ajustar sus currículos y estructuras académicas para cumplir con los criterios de acreditación, en muchos casos sobrecargando a sus docentes y limitando la flexibilidad de la formación. Por otro lado, la estandarización de los perfiles de egreso lleva a la exclusión de ciertos estudiantes, especialmente aquellos con trayectorias diversas o con condiciones que desafían los modelos tradicionales de enseñanza.
Una de las consecuencias no buscadas de la estandarización que exige el proceso de acreditación, es que impone límites a la diversidad dentro de las propias carreras de pedagogía. Los programas formativos están obligados a alinear sus perfiles de egreso con competencias predefinidas que, en la práctica, excluye a estudiantes cuyas trayectorias o características no se ajustan a estos parámetros. Esta exclusión puede ser explícita, cuando se establecen requisitos de entrada restrictivos, o implícita, cuando los estándares de formación generan barreras para estudiantes con enfoques pedagógicos o habilidades diferentes a las tradicionales.
Otro efecto de la acreditación es la creciente exigencia de ajustes curriculares, que obliga a las universidades a reformular constantemente sus mallas para cumplir con los estándares establecidos. En muchas instituciones con menor financiamiento ha significado la creación de programas paralelos y una mayor sobrecarga para los docentes, que deben responder a estas demandas sin contar con los recursos necesarios. Lo que en principio se concibió como un mecanismo de equidad y mejora en la formación docente ha terminado, en algunos casos, restringiendo la flexibilidad educativa y generando una mayor precarización del trabajo académico.
¿A qué educación superior tenemos derecho?
Esto nos lleva a una cuestión central: el derecho a la educación no se limita solo al acceso, sino que debe incluir una reflexión sobre qué tipo de educación estamos garantizando. Las condiciones estructurales del sistema universitario han convertido esta pregunta en una preocupación secundaria, especialmente en un contexto de restricción presupuestaria, donde la prioridad de muchas instituciones es asegurar su sostenibilidad financiera. En la práctica, ha llevado a una normalización de las barreras estructurales y a la profundización de sistemas de exclusión que afectan principalmente a los grupos históricamente marginados dentro del sistema educativo. Este fenómeno ha sido conceptualizado como “inclusión excluyente” (Aguerrondo, 1993), en la medida en que las políticas de acceso amplían la matrícula, pero sin transformar las condiciones que determinan quiénes logran completar sus estudios y en qué condiciones.
En Chile, las universidades han incorporado crecientemente en sus discursos y documentos institucionales valores como la diversidad y la inclusión. Han creado y suscrito mecanismos de acceso universal, como cupos de equidad, programas especiales de acceso y sobrecupos para estudiantes de grupos subrepresentados. Sin embargo, una vez que estos estudiantes ingresan, las condiciones a las que se enfrentan varían dependiendo de la situación financiera de cada institución. En muchas universidades, la inclusión sigue siendo un proceso reactivo, dependiente de la iniciativa y la voluntad individual de algunos docentes, más que de una política estructural que elimine las brechas y barreras que experimentan sus estudiantes y trabajadores.
En este escenario, muchas universidades, especialmente aquellas con menos recursos, han quedado atrapadas en un modelo que no garantiza el ejercicio del derecho a la educación. Aunque se reconoce que educar a estudiantes provenientes de contextos vulnerables, neurodivergentes o en situación de discapacidad, implica costos adicionales que no son garantizados por el Estado y queda a discreción de las instituciones su disponibilidad. La fragilidad institucional de los programas de inclusión hace que sus acciones sean principalmente reactivas, respondiendo a crisis puntuales en lugar de desarrollar estrategias sostenibles a largo plazo. Además, la precarización del trabajo académico, marcada por la reducción de plazas, la intensificación de la carga docente y la exigencia de indicadores de impacto, ha limitado aún más la capacidad de los docentes para implementar adaptaciones significativas en sus cursos.
Aunque sabemos que existen estrategias efectivas para mejorar la permanencia de estudiantes diversos, como los cursos de alto impacto, las actividades co-curriculares o los programas propedéuticos, son iniciativas que requieren financiamiento estable, algo que en el contexto actual es cada vez más difícil de garantizar. No hay una solución simple o cercana para revertir esta situación. Dentro del marco neoliberal en el que operan las universidades, las reformas se han orientado hacia el incremento de subsidios focalizados, siguiendo la lógica ya instalada en la educación escolar. Pero las universidades requieren financiamiento estable que no dependa de la matrícula específica, para implementar estrategias de largo plazo que aumenten la retención y permanencia de sus estudiantes, evitando que se endeuden más allá del tiempo que cubre la gratuidad. Abordando también así una de las aristas de la crisis de la deuda estudiantil, otro problema que sigue sin resolverse y que se mantiene pendiente en el debate sobre la privatización de la educación.
El rechazo a la propuesta constitucional chilena de 2022, cerró varios de los caminos planificados desde el progresismo para transformar el sistema de educación superior. Alternativas como el financiamiento basal y la gratuidad universal quedaron relegadas a un horizonte lejano, mientras que las universidades deben seguir operando dentro de un marco neoliberal que limita su autonomía financiera y académica. En este contexto, el avance de sectores conservadores ha intensificado las presiones sobre la educación superior, promoviendo agendas que desafían principios de diversidad, cooperación y democracia institucional (Fischer, 2025). Sin embargo, el debate sobre el rol del sistema universitario sigue abierto, y es fundamental sostener la discusión sobre su futuro, convencidos de que es posible avanzar hacia un modelo que garantice la estabilidad de las instituciones y el derecho a la educación que merecemos.
Notas
1 Este trabajo contó con apoyo y financiamiento de la Agencia Nacional de Investigación, ANID/FONDECYT/ INICIACIÓN 11221120
Referencias
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