Derivas prácticas de paradigmas en tensión: un análisis de los protocolos universitarios para el abordaje de la violencia de género en universidades nacionales de la región Nuevo Cuyo
Paulina Serú
Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales (INCIHUSA-CONICET)
Universidad Nacional de Cuyo (UNCuyo)
Introducción
Los avances del movimiento de mujeres y feminista en el espacio público y social, y su impacto en el ámbito institucional, han interpelado también a las universidades públicas argentinas. La visibilización y problematización de las relaciones desiguales de género en estos espacios impulsó, a partir de 2014 y con mayor fuerza desde 2018, procesos de transformación organizacional orientados a la democratización de sus prácticas y estructuras. En ese marco, el ingreso de estas demandas a las agendas universitarias se expresó en la creación de áreas, dispositivos y políticas de géneros y diversidad. Entre ellas, la creación de protocolos de intervención institucional ante situaciones de violencia y discriminación ha sido de las que mayor extensión ha alcanzado: actualmente, más del 90 % del sistema universitario nacional cuenta con este tipo de normativas (RUGE, 2020).
Sin embargo, la diversidad de enfoques para interpretar la violencia patriarcal genera prácticas y formas de intervención que no solo difieren, sino que en ocasiones entran en tensión. Este artículo se propone analizar los sentidos presentes en los protocolos de intervención ante situaciones de violencia y discriminación por motivos de género, identidad de género y orientación sexual, así como la forma en que estas concepciones se plasman en mecanismos y prácticas institucionales concretas. Para ello, se recuperan aportes teóricos y se analizan leyes nacionales y textos normativos vigentes en cuatro universidades nacionales de la región Nuevo Cuyo, estableciendo diálogos y comparaciones entre ellos.
El trabajo se inscribe en una investigación más amplia sobre los procesos de institucionalización de políticas contra las violencias patriarcales en universidades de dicha región. En una primera parte, se presentan debates feministas sobre los paradigmas de interpretación de la violencia y algunas de sus derivas prácticas y torsiones de sentido a partir del ingreso del tema a la institucionalidad estatal y jurídica. Luego, se reconstruyen los procesos que impulsaron el ingreso de esta problemática en las universidades y el desarrollo de protocolos de intervención como política específica para abordarla. Posteriormente, se analiza el caso de universidades de la Región de Nuevo Cuyo, a partir de un corpus de cuatro textos normativos, y se exponen algunas reflexiones finales.
Nombrar la violencia, de los sentidos feministas a las formas institucionales
Una dimensión posible para el estudio de las políticas contra las violencias patriarcales se ubica en el terreno de los paradigmas de interpretación y la praxis que deriva de dichos paradigmas. Desde este campo, devienen relevantes las preguntas acerca de las maneras en las que se entiende una problemática y las consecuencias materiales y simbólicas que se derivan de esas coordenadas.
Ana de Miguel (2005) señala que uno de los aportes del feminismo ha sido la creación de marcos de interpretación que permitieron deslegitimar la matriz patriarcal acerca de la violencia como un asunto privado, natural o patológico, y visibilizarla como un problema político. Esto es, desplazarla de la esfera de lo privado hacia el terreno de lo público, como algo injusto que ameritaba ser transformado. Aunque dicho proceso logró reestructurar la percepción social del tema, no fue homogéneo: aquello que ha sido definido como violencia, incluyó virajes, reformulaciones y torsiones.
Las redefiniciones de los sentidos acerca de las violencias de género atravesaron distintos momentos históricos. En los años setenta, su comprensión como un instrumento de dominación al servicio del sistema patriarcal permitió una lectura estructural del problema en el marco más amplio de la lucha feminista contra la opresión (De Miguel Álvarez, 2005; Millet, 1975). En las décadas siguientes, especialmente en los años ochenta, se produjo un viraje clave: la violencia se convirtió en el “marcador por excelencia” de situaciones de injusticia y daño, capaz de traducirse en reclamos concretos hacia los Estados (Pitch, 2014; Trebisacce Marchand, 2020). Tamar Pitch (2014) analiza este desplazamiento como un cambio de paradigma. El significante “violencia”, como forma de nombrar situaciones heterogéneas y diversas que sufrían las mujeres, implicó el abandono de marcos más complejos, como el de la opresión patriarcal, en favor de un paradigma que facilitaba la construcción de estrategias dentro del campo institucional (Pitch, 2014). Esta transformación posibilitó, además, que la denuncia pública de los “hechos de violencia” -agresiones físicas, violaciones y femicidios- tuviera mayor audibilidad social.
Catalina Trebisacce (2020) explica que este viraje estuvo condicionado por cambios geopolíticos y jurídicos relevantes. Por un lado, el progresivo reconocimiento de la violencia de género como violación de derechos humanos quedó plasmado en tratados internacionales; por otro, la articulación entre movimientos feministas y Estado, habilitada por la reapertura democrática en América Latina (Jelin, 2010; Trebisacce Marchand, 2020). En ese contexto, los feminismos jugaron un rol clave al aportar conceptos y argumentos que luego nutrieron las políticas públicas (Daich & Tarducci, 2018; De Miguel Álvarez, 2005). Con todo, la centralidad que en los años siguientes tuvo el tema para la lucha feminista no fue tanto el descubrimiento de un nuevo problema social como el fruto de una estrategia para perforar las agendas públicas (Osborne, 2008; Trebisacce Marchand, 2020).
El ingreso de estas demandas a la institucionalidad implicó nuevas torsiones. Por un lado, se produjeron desfasajes entre las demandas del movimiento y las respuestas que ofreció el campo de la política pública, donde los límites propios de un Estado patriarcalizado modelaron el tema y las formas de atención. Por otro lado, se consolidó un proceso de juridificación que implicó una creciente codificación legal de la problemática. En cuanto a lo primero, en Argentina el ingreso del tema a la política pública se dio con la Ley 24.417/94 de “Protección contra la Violencia Familiar”, que recortó la demanda feminista al definir la violencia como conflicto intrafamiliar, sin incorporar perspectiva de género ni reconocer las relaciones desiguales de poder (Daich & Tarducci, 2018). Así, las políticas contra las violencias hacia las mujeres quedaban subsumidas a una lógica familista y asistencial. Esta formulación evidenció que los umbrales estatales imprimieron modos de interpretación afines a estereotipos de género sedimentados en la materialidad del Estado (Anzorena, 2018).
En cuanto a lo segundo, con la juridificación del problema proliferaron leyes que promovieron la protección del “derecho a una vida libre de violencias” conceptualizando su vulneración como un conflicto jurídico (Maffeo, 2020). A partir de la incorporación de pactos y tratados internacionales, se habilitó en el país un campo legal que asignó al Estado la responsabilidad de afrontar la discriminación y la violencia contra las mujeres mediante acciones concretas. Estos documentos recuperaron el postulado feminista de la desigualdad de poder entre los géneros, al tiempo que habilitaron una sinergia, trasladando del plano internacional al nacional las formas de definir los objetos, los principios rectores y los lineamientos para su abordaje.
La Ley 26.485/09 de “Protección Integral para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres en los ámbitos en que desarrollen sus relaciones interpersonales” (en adelante solo 26485) constituye una expresión de esta sinergia. Además de consolidar un plexo normativo con perspectiva de género e integralidad, la ley reforzó acciones de asistencia y protección, incorporó orientaciones para el abordaje, el acceso a la justicia, los mecanismos de implementación y dio lineamientos para las políticas públicas. Sus leyes modificatorias denotan dinámicas de articulación entre feminismos y Estado, al ampliar progresivamente los tipos y modalidades conforme el movimiento visibilizaba nuevas problemáticas. Posteriormente, con la Ley 26.791/12 sobre femicidios, el tema ingresó al derecho penal, y la desigualdad de género comenzó a ser considerada un agravante del delito cometido.
En suma, la juridificación no solo fortaleció un campo legal, también estructuró los modos en que las instituciones encararon la problemática. Aunque crucial en materia de protección, atención y acceso a la justicia, este robustecimiento también extendió una racionalidad jurídica en los modos de intervención y en la construcción de subjetividades frente al tema. Wendy Brown (2000) critica que la centralidad de la victimización en el ámbito jurídico refuerza la posición subordinada de las mujeres en lugar de promover su agencia. Raquel Osborne (2008) indica que colapsar bajo el término “violencia” situaciones con matices y de naturaleza diferente, otorga demasiada confianza al ámbito jurídico, confundiendo los diagnósticos y restringiendo las posibilidades de cambio.
Varias autoras advierten sobre otras consecuencias de esta torsión, que nombran como “giro punitivo”. Tamar Pitch (2014) explica que, aunque el lenguaje jurídico-penal sirvió para amplificar la percepción de gravedad y dar mayor fuerza simbólica a la demanda, también simplificó demasiado la interpretación de la problemática. Además de borrar la complejidad de las situaciones e invisibilizar sus causas sociales y culturales, el esquema “víctima-victimario” sumado a la lógica del castigo individual refuerza una racionalidad individualizante, neoliberal, securitaria y represiva (Pitch, 2014). En las fronteras entre juridificación y subjetivación se han señalado también los efectos del discurso del derecho sobre las maneras en que las personas significan sus experiencias y tramitan sus conflictos cotidianos. Según Vir Cano (2020), la lógica punitiva ha permeado incluso prácticas afectivas y ético-políticas dentro de los activismos, promoviendo acciones atravesadas por el lenguaje penal aún en espacios y situaciones no judicializables.
La institucionalización en la universidad, política de protocolos
En el campo universitario estos procesos se entrelazan con los modos en que la política contra las violencias de género ha sido institucionalizada. La incorporación de la agenda de géneros a las universidades argentinas ha estado fuertemente ligada a los procesos de movilización feminista y de la diversidades en articulación con la acción colectiva de estudiantes, docentes, no-docentes, investigadoras y militantes dentro de las universidades (Losiggio & Solana, 2021; Martín, 2021).
El 2015 y sus masivas movilizaciones bajo la consigna “Ni Una Menos”, fueron un punto bisagra en el cual las fuerzas sociales de la época incidieron dentro del sistema universitario (Rovetto et al., 2017; Serú & Anzorena, 2022; Torlucci et al., 2019; Vazquez Laba & Rugna, 2017). La visibilización y denuncia de situaciones de violencia y discriminación al interior de las universidades promovió un conjunto de acciones orientadas a introducir, transversalizar y fortalecer la perspectiva de género en esos ámbitos. Entre ellas, la política de protocolos de actuación fue de las que mayor extensión alcanzó (RUGE, 2020). Un hito impulsor y potenciador de este proceso fue la creación de la Red Interuniversitaria por la Igualdad de Género y contra las Violencias (RUGE) en 2015, y su posterior institucionalización dentro del Consejo Interuniversitario Nacional en 2018, que permitió articular una agenda política compartida por el feminismo universitario (Torlucci et al., 2019; Vazquez Laba & Rugna, 2017).
Entre 2017 y 2019, se produjo un crecimiento acelerado en la aprobación de protocolos en todo el sistema universitario (RUGE, 2020). Moltoni, Bagnato y Blanco (2020), distinguen una etapa de surgimiento (2014-2016), protagonizada por actores que impulsaron “desde abajo” la creación de estas políticas, y una etapa de expansión (2017-2021), favorecida por las condiciones sociopolíticas y el involucramiento de autoridades universitarias. A partir de las denominaciones adoptadas por estos instrumentos, lxs autores identifican, además, que la expresión más extendida para nombrar la violencia fue “violencia de género”, seguido de “por razones de género y sexualidad”, y en menor medida “violencias sexistas” o con referencia a las identidades afectadas, como “contra mujeres y personas LGTTBIQ” (Moltoni et al., 2020).
Con todo, los protocolos son herramientas centrales en el campo de las políticas universitarias de género y han sido estructurantes de los modos con que las universidades abordan la problemática. En términos generales, se trata de normativas institucionales que funcionan como guías para actuar ante situaciones específicas -generalmente definidas dentro del mismo documento- estableciendo alcances, ámbitos de aplicación y mecanismos de abordaje. En el caso de los protocolos universitarios ante situaciones de violencias de género, es posible construir su significado a partir de otras dimensiones en las que éstos operan.
En su dimensión normativa, adquieren fuerza de ley y han servido para señalar que las violencias y discriminaciones son conductas a erradicar. También para reconocer derechos y garantías a quienes las han sufrido y establecer marcos de tratamiento que eviten la revictimización y garanticen una actuación conforme al plexo legal específico. Se encuadran así en el proceso de juridificación mencionado. En tanto normativas, los protocolos también constituyen declaraciones de compromisos por medio de las cuales la universidad reconoce la problemática y se obliga perfomaticamente a actuar1. En su dimensión instrumental, los protocolos indican rutas a seguir. Crean modos de actuar, plazos, orientaciones, circuitos, instrumentos, nuevos recursos: espacios de escucha, excepciones procedimentales, medidas, potestades, nuevas funciones, nuevas figuras profesionales. Desde esta dimensión los protocolos operan sobre el plano organizacional, como una zona anfibia entre las nuevas y viejas formas de responder institucionalmente ante este tipo de situaciones.
En su dimensión cultural, los protocolos crean sentido. Enuncian qué conductas son intolerables; quiénes serán escuchadas/es/os y acompañadas/es/os; en qué situaciones y bajo qué parámetros el daño será reconocido. De esta manera, operan como políticas de prevención o disuasión, pero también como actos de justicia simbólica (Fraser, 2008). Ante experiencias históricamente silenciadas, los protocolos reorganizan el reconocimiento institucional, la audibilidad de las voces y la legitimidad de los deseos y necesidades. Como lo ha señalado Rafael Blanco (2016), los protocolos traspasan sus propósitos inmediatos para revisar consensos acerca de los valores, imaginarios y códigos culturales que regulan sexo-genéricamente el espacio universitario. Finalmente, desde una dimensión política, los protocolos son parte del proceso de politización feminista del campo universitario. Expresan una agencia que disputa poder y busca transformar las relaciones en un campo patriarcalizado. Desde esta perspectiva, forman parte del repertorio de estrategias desplegadas por actoras feministas y su potencial instituyente radica en abrir nuevas conversaciones, espacios de disenso y nuevos consensos para ensanchar y democratizar el orden vigente (Beltrán Llavador, 2000).
Los siguientes apartados se enfocan en el análisis de los primeros cuatro protocolos sancionados en universidades de la región de Nuevo Cuyo, retomando las discusiones desarrolladas hasta aquí. Se presenta la estrategia metodológica y los principales resultados, que abordan el corpus en relación con los paradigmas desde los cuales se interpreta la violencia, los procesos de juridificación, los procedimientos y mecanismos instituidos, y la manera en que la politización feminista se expresa en los documentos analizados.
Leer las instituciones a través de sus textos, metodología y corpus
Partimos de la relevancia metodológica de estudiar textos institucionales, en tanto éstos producen observabilidad sobre de las instituciones. Aunque se ha argumentado contundentemente la distancia entre lo formulado en la política y lo que efectivamente sucede (Ahmed, 2021), la importancia de los documentos en el funcionamiento institucional es insoslayable. Dorothy Smith (2005) advierte que los textos institucionales son movilizadores de discursos y operan como marcos regulatorios para definir qué ingresa y qué no en la institución. Así, no sólo coordinan la acción institucional, sino también modelan, fragmentan y estandarizan las experiencias de quienes interactúan con ellos (Smith, 2005; Yañez, 2017). Desde esta perspectiva, nos abocamos a analizar lo que está escrito en los textos de los protocolos, que, como venimos desarrollando, han sido fundantes para la institucionalización de la problemática de la violencia patriarcal en los ámbitos universitarios.
La metodología empleada es el análisis documental en articulación con aportes del análisis crítico del discurso social, entendiendo que las palabras no son neutrales ni azarosas sino que llevan consigo capas de sentido sedimentado (Angenot, 1989; Foucault, 1976). Desde esta perspectiva, las enunciaciones presentes en estos textos permiten reconstruir parte del conflicto social en el que emergieron, así como los modos como fue significada y encauzada la problemática de violencia patriarcal en el campo universitario.
El corpus está compuesto por cuatro protocolos de universidades nacionales de la región de Nuevo Cuyo, vigentes al momento de escritura de este trabajo: Universidad Nacional de San Juan (Ord. CS 19/2016); Universidad Nacional de La Rioja (Ord. CS 077/2016); Universidad Nacional de San Luis (Ord. CS 33/2017) y Universidad Nacional de Cuyo (Ord. CS 682/17). Se seleccionaron estos por haber sido las primeras normativas aprobadas en la región y pertenecer a universidades nacionales históricas y de mayor matrícula en sus respectivas provincias.
A partir de la lectura sistemática se buscó precisar: ¿Qué perspectivas reflejan? ¿Qué objetivos proponen? ¿Cómo construyen su objeto? ¿Qué mecanismos y procedimientos establecen? ¿Qué marcos legales recuperan? ¿Qué discursos construyen sobre su propia historicidad?
El objetivo es analizar las formulaciones presentes en los protocolos, estableciendo diálogos y comparaciones entre ellos y con el marco legal que los informa. El supuesto guía es que el análisis de estos textos permite comprender las perspectivas instituidas. Es decir, aquellas que lograron traspasar los umbrales institucionales y plasmarse en documentos rectores (Anzorena, 2018). A su vez, se parte de que estas normativas son el resultado de procesos de formulación política, entendidos como tramas de negociaciones, disputas y alianzas entre actores institucionales (Beltrán Llavador, 2000). Se considera por tanto que sus textos portan las huellas de los procesos que, de manera situada, impulsaron su creación en las universidades seleccionadas (Angenot, 1989).
Los primeros protocolos en Nuevo Cuyo, resultados del análisis
Los primeros protocolos en la región Nuevo Cuyo se sancionaron entre 2016 y 2017. Un primer aspecto para destacar es la similitud en sus denominaciones: todos utilizan el término “Protocolo”, seguido de “de intervención” o “de atención”. En sus fundamentos, se apoyan en marcos legales nacionales e internacionales para traccionar la responsabilidad institucional con expresiones como “la universidad debe” o “tiene la obligación” de implementar acciones, “herramientas concretas”, “medidas”, “políticas integrales” y “mecanismos de intervención” conformes a los marcos normativos vigentes.
Los cuatro casos expresan objetivos con proyección transformativa, enfocados en la erradicación de la problemática y la protección de derechos: “Prevenir, sancionar y erradicar las violencias y discriminaciones”, “detectar, prevenir, atender, sancionar y erradicar”, “tutelar/garantizar derechos”. Tres universidades (UNLaR, UNCUYO, UNSL) incluyen además objetivos instrumentales orientados a ordenar la actuación institucional: “actuar en forma eficiente, rápida y conforme al derecho”, “orientar las acciones, procedimientos, actitudes y perfiles”, “orientar la atención”. Solo UNLaR incorpora objetivos de cambio cultural: “orientar a la comunidad educativa hacia la tolerancia cero”.
Para cumplir estos fines incluyen principios rectores derivados de la 26485 como el asesoramiento gratuito, integralidad en el abordaje, no revictimización, privacidad, confidencialidad, trato respetuoso, diligencia, celeridad y amplitud probatoria. Mientras algunos protocolos los agrupan en un artículo bajo el título de “principios rectores”, otros los presentan de modo disperso y vago como características deseables del accionar institucional, lo que debilita su efectiva observancia.
Respecto de los objetos de los protocolos, esto es, el contenido de las situaciones ante las que se propone intervenir se identifican tres:
- La violencia (UNSJ, UNLaR, UNCUYO, UNSL), y de manera específica el acoso sexual (UNLaR y UNSL)
- Las discriminaciones basadas en sexo, género, orientación sexual, identidad de género y expresión de género (UNSJ, UNLaR, UNSL)
- Los hechos con connotación sexista dirigidos a personas o grupos (UNLaR y UNSL)
En cuanto a los modos de nombrar el problema, la expresión violencia “contra las mujeres” convive con otras como “por motivos de género”, “sexistas” o “machista”. Esta heterogeneidad no solo refleja un proceso de transformación discursiva, sino también disputas de sentido. Aunque la 26485 opere como una gramática compartida que habilita un lenguaje común, las modulaciones específicas con que se adopta esta gramática revelan la politicidad del acto de nombrar. Allí donde las universidades incorporan términos como “machista”, “patriarcal” o “sexista”, se evidencian inscripciones feministas del problema.
En esta línea, hay ampliaciones de la 26485. Por ejemplo, UNLaR incorpora la Convención de Belém do Pará para incluir el derecho a una educación libre de violencia y estereotipos, ampliando las modalidades previstas por la ley. UNCUYO aclara que la definición legal de violencia también alcanzará a personas lgttbiq+. Otras se apoyan en la Ley 26.743/12 para nombrar la violencia contra la identidad de género. Sin embargo, existen deslizamientos de sentidos (entre los títulos y los textos o entre artículos) que tensionan estas ampliaciones y diluyen el carácter genérico del problema con frases como que “afecta a mujeres, varones o cualquier persona”.
Como se señaló, los paradigmas de interpretación de la problemática influyen en las formas de intervención. Por ello resulta relevante identificar qué sentidos construyen los textos acerca de lxs sujetxs y las situaciones. El uso de los géneros gramaticales revela que las situaciones se comprenden desde un esquema binario. El masculino se emplea para referir a agentes, procedimientos y funciones, mientras que el femenino, cuando aparece, se reserva para quien denuncia o es afectada: “la denunciante”, “la potencial víctima” son identidades feminizadas. A su vez, la parte denunciada se nombra siempre en masculino. Esta distribución reproduce el paradigma que entiende a los varones como únicos sujetos activos de la violencia y a las mujeres como únicas receptoras (Palumbo, 2017). Se observa también que los protocolos buscan correrse del paradigma de la victimización al evitar el uso del término “víctima” y sustituirlo por “denunciante”.
En cuanto a los sentidos sobre las situaciones, la recurrencia al lenguaje jurídico para delimitar y nombrar el campo de intervención -“hechos”, “denuncia”, “posible/potencial víctima”, “persona imputada”, “victimario”, “testigos”, “pruebas”, “principio de inocencia”, “debido proceso”- evidencia el carácter juridificado que prima en la interpretación de los hechos. Este rasgo se intensifica a medida que observamos los procedimientos establecidos.
En los cuatro protocolos, la denuncia es el dispositivo que moviliza la respuesta institucional. Según los textos, la denuncia es el acto que sustancia un proceso administrativo -aparentemente lineal- que, de ser pertinente, concluirá, tras juicio sumarial o académico, en sanción o absolución. En tanto el inicio del proceso está hiper protocolizado: los textos estandarizan canales de comunicación, plazos, formas de registro, confección de actas e informes. Esta hiper protocolización evidencia el carácter instituyente de la norma, preocupada por organizar prácticas en estructuras que no abordaban, al menos formalmente, este tipo de situaciones.
Aunque no explícitamente, los protocolos construyen la denuncia como un acto individual e individualizante (de una persona hacia otra) y a título personal (firmada por quien denuncia, aunque su identidad será resguardada)2. Esta concepción orienta el procedimiento hacia un abordaje individualizado, lo cual puede limitar estrategias de actuación más colectivas que apunten a la dimensión estructural o ecosistémica de las violencias.
Además de la denuncia, los protocolos incluyen “medidas” para intervenir en las situaciones. Las más desarrolladas son las “de protección o preventivas” que, alineadas con la 26485, evitan el contacto entre las partes para resguardar a la persona denunciante, cesar la agresión y disminuir los riesgos. Son transitorias y no presuponen culpabilidad, por lo que deben evitar ser lesivas para con la persona denunciada. Un segundo tipo de medidas son las sanciones. Menos desarrolladas en los textos, quedan definidas según los regímenes disciplinarios y estatutos que regulan las universidades (UNSJ y UNSL). Solo UNCuyo menciona un tercer tipo: “las medidas de reparación y no repetición”. Conforme a los regímenes de investigaciones administrativas, su diseño es potestad del instructor sumariante y son demandadas al denunciado, quien puede negarse a cumplirlas sin ver afectada su situación. Consisten en capacitaciones, pedidos de disculpas, actividades de concientización, etc.
Respecto de los mecanismos creados para garantizar la implementación de los protocolos, existen fuertes diferencias. Desde la CEDAW en adelante, los marcos legales exigen que los Estados creen mecanismos para implementar, monitorear y asegurar el cumplimiento de las leyes. Por eso, es clave analizar qué dicen los protocolos sobre la asignación de tareas, recursos y responsabilidades.
Dos universidades establecen áreas específicas, el “Equipo Técnico Interdisciplinario” (UNSL) y la “Oficina por la igualdad de género, contra las violencias y la discriminación” (UNSJ), mientras que las otras dos nombran responsables más difusos: UNLaR habla de “un/a referente” con posibilidad ocasional de convocar equipo, y UNCUYO solo menciona “un funcionario”, sin especificar nada más3. Esta disparidad es significativa por las consecuencias que puede tener en la conformación de los equipos o el fortalecimiento de las áreas encargadas de protocolo. Formalizar estructuras facilita traccionar recursos especialmente en contextos hostiles o de poca voluntad política. Además, la ausencia de mecanismos representa una debilidad operativa porque no se especifica quién garantizará la aplicación, lo que puede retrasar su puesta en marcha o debilitar la autoridad de quien lo asuma de hecho. Al mismo tiempo, asignar la tarea a figuras individuales ignora el principio de integralidad en el abordaje de las violencias, que requiere la intervención de equipos interdisciplinarios capacitados conforme establece la 26485.
En cuanto a los recursos materiales, todos demandan la provisión de espacios físicos adecuados y canales de comunicación (correos electrónicos, teléfono y espacio web). Algunos evidencian la disputa por reconocer que acompañar violencias es un trabajo y afirman explícitamente su carácter remunerado: definen concursos y cargos (UNSL y UNSJ) o la reasignación de alguien que ya sea parte del personal (UNLaR). Sobre los recursos simbólicos que otorgan a los mecanismos responsables de su aplicación, se observan potestades significativas en el momento inicial: la autoridad para receptar denuncias, evaluar, recomendar medidas, derivar (todos); desestimar denuncias no pertinentes (UNSL, UNSJ, UNLaR); producir información sumaria (UNSJ); recibir descargos (UNSL). Sin embargo, posteriormente esa potestad parece diluirse y el procedimiento continúa a cargo de otras instancias institucionales (áreas legales, autoridades o consejos) sin que el mecanismo pueda volver a intervenir.
Sobre sus procesos de surgimiento, los protocolos universitarios analizados conservan huellas de una historicidad situada que permite cuestionar la idea de que fueron impulsados por decisión de autoridades, funcionarios/as de jerarquía o procesos externos. Lejos de esto, su gestación parece haber involucrado procesos de incidencia más capilares donde el campo universitario de cada institución jugó un rol importante. Aunque los textos normativos (como son las ordenanzas) suelen borrar estas marcas mediante el uso de un lenguaje neutro, es posible rastrear indicios de que cada anteproyecto se gestó desde abajo y en los márgenes institucionales. En particular, aparecen como espacios impulsores facultades de ciencias políticas y humanidades, áreas de derechos humanos, comisiones de género, consejerías, grupos estudiantiles, algunas docentes, grupos de extensión y organizaciones feministas. Es decir, sectores institucionales comprometidos con estos temas que venían marcando antecedentes de incorporación de la perspectiva de género en estas universidades. Incluso, algunos textos, como UNCUYO y UNSL, refieren precedentes de protocolos aprobados en sus propias facultades en 2015, ubicándolas entre las pioneras a nivel país.
Finalmente, el análisis conjunto revela similitudes que responden no solo a un marco legal en común, sino también a la circulación de saberes y estrategias entre universidades, dinamizada por espacios de encuentro y articulación, como la RUGE. Los cuatro protocolos analizados se afianzan en el recorrido trazado por otras instituciones para impulsar sus propias normativas, mostrando así las huellas de una genealogía feminista interuniversitaria.
Reflexiones finales
La consolidación del tema de las violencias patriarcales como problema público demuestra complejidades en sus modos de interpretación, que se comprenden a partir de las transformaciones que tuvo al ser objeto tanto de la política feminista como de la intervención institucional. En esta doble inscripción existieron importantes avances y, a la vez, ciertas torsiones de sentido. En el ámbito universitario, los protocolos constituyen una forma de institucionalización de la problemática, que ha sido fundante en materia de políticas para dar respuesta, pero también fijaron modos de interpretación específicos.
Impulsados al calor de la movilización social, y especialmente por la acción colectiva del feminismo universitario, estos instrumentos se expandieron de manera significativa en el sistema universitario nacional. Amparados en el plexo legal vigente, los protocolos buscaron garantizar el derecho a una vida libre de violencias y han servido como plataforma para promover sentidos más igualitarios y plurales, así como también abrir nuevas conversaciones y ampliar las políticas existentes.
Desde una mirada que reconoce la relevancia de los documentos institucionales en el funcionamiento universitario, se analizaron cuatro protocolos vigentes en la región de Nuevo Cuyo. Se indagó en cómo estos textos expresan discursos institucionales, condensan sentidos y organizan la respuesta ante las violencias. Los resultados muestran que los protocolos se inscriben en el proceso de juridificación que ha dado forma a las políticas contra las violencias de género, tanto dentro como fuera del ámbito universitario. Si bien retoman concepciones y respuestas de marcos legales nacionales e internacionales, también introducen algunos desplazamientos relevantes.
Se observó que las características propias de las instituciones de educación superior les imprimieron rasgos específicos. Los protocolos articulan distintos niveles normativos (leyes nacionales e internacionales, normativas universitarias, estatutos, reglamentos, convenios colectivos), configurando un escenario complejo. Estas complejidades se manifiestan en los circuitos formulados, la hiper protocolización inicial e indefinición en etapas posteriores, la debilidad de los equipos de género, el poco desarrollo de medidas reparatorias y la falta de recursos asignados. Estas limitaciones responden a los umbrales institucionales que estructuran la política: aunque los protocolos intentan garantizar procedimientos acordes al marco legal, la jerarquía normativa y la cultura administrativa imponen restricciones en las respuestas.
También se identificó que combinan distintos enfoques para interpretar la problemática. Aunque predomina el paradigma integral de la Ley 26.485, aparecen desplazamientos: por un lado, al ampliar el enfoque mujeril e incluir a personas lgttbiq+; por otro, con formulaciones que borran el carácter genérico del problema, lo que podría reflejar resistencias a las perspectivas feministas que ganaron visibilidad en esos años. Además, se advierte un enfoque fuertemente juridificado, que tiende a encuadrar las situaciones según lógicas del derecho penal, con énfasis en la denuncia, la responsabilización individual y las respuestas sancionatorias, incluso en conflictos que podrían leerse de otro modo en un ámbito educativo.
En suma, este análisis permitió conocer características de la institucionalidad creada a partir de los protocolos. Más allá de las dificultades y tensiones señaladas, y tras años de implementación, los protocolos han servido de piso para comenzar a discutir sus propias limitaciones y encarar procesos de reforma de la política. Se vuelve necesario avanzar en la incorporación de paradigmas que permitan enunciar las responsabilidades compartidas y diferenciales en los entramados sociales donde las violencias suceden, y que habiliten posibilidades de acción colectiva y comunitaria, trascendiendo tanto la orientación individualizante como la dependencia hacia lo jurídico-sancionatorio como único modo de tramitación, justicia o reparación.
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Notas
1 Es importante aclarar que el carácter performático del lenguaje en la política escrita no asegura su observancia. Acerca de las distancias entre lo escrito y lo que efectivamente se hace, es recomendable acudir a Sara Ahmed (2021) y sus desarrollos sobre la no performatividad del lenguaje de las políticas.
2 Solo la UNSJ contempla la posibilidad de denuncias por terceros, en el resto de los casos es una acción que debe impulsar la persona afectada.
3 UNLaR crea junto con esta figura una Comisión interclaustro de Género y Diversidad, con funciones de observación, seguimiento, gestión, promoción y sensibilización. No se la incluye como parte del mecanismo por no tener potestad de intervención.