La universidad: lo que ha sido, lo que es y ¿qué será?

Carlos Skliar y Facundo Giuliano

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).

La etimología de la palabra aula, plantea el problema que hoy parece ser el más
candente, el más decisivo de todos, la pregunta que cada hombre se debería de hacer a
solas y aun hablando con los demás, la que debería de constituir el centro de todos los
debates y que por el contrario viene a ser constantemente soslayada: la pregunta de si
es posible que el hombre exista sin decaer en una condición infrahumana si se entrega
solamente a la actividad de la que se derive un lucro inmediato, y si el conocimiento
ha de estar medido y sometido a su poder de aumentar el progreso técnico.

María Zambrano, Filosofía y educación (2007).

Progreso en las cosas y decadencia en las almas. ¿Es posible que esto sea definitivo?
¿Será el resultado de una lenta gravitación histórica, o el lote obligado de un aluvión?
Me inclino a creer en el último enunciado. Y cada escaso progreso de la sensibilidad o
de la inteligencia remata en nuevos y sutiles dolores.

Deodoro Roca, Ciencias, maestros y universidades (1915).

La incógnita de la formación en la universidad

Un sigiloso pero repetido resquemor recorre las aulas y los pasillos de las universidades, y quien desee detenerse en ese secreto podría percibir cierto agotamiento de un sistema que, por asumirse como naturalizado o simplemente crear conductas de extrema adaptación, no deja de sorprender en su propio artificio: la sensación de que las “altas casas de estudio” solo son capaces de conservar su pretensión de altura -de jerarquía, de encumbramiento de personas, grupos y autorías, de separación con la polis-, pero parecen haber perdido tanto su carácter de ser casas -hogares, atmósferas, micro-climas de acogida y hospitalidad- como también, y más aún, de ser sitios de estudio y de lectura (y de escritura), es decir, de poner en juego aquel antiguo o anacrónico gesto de
pensar, leer y escribir que luego se convertiría en gesto comunitario a propósito de lo público y de conversar sobre tales políticas de lo percibido, lo pensado, leído y escrito. Las razones de este desapego son tan variadas que el intento por desentrañar sus orígenes puede ser una tarea infructuosa pero aún así inmensamente virtuosa, para entender un estado actual reñido más con la híper-productividad, el apego a la novedad, al saber tecnológico y la tiranía de las lógicas evaluativas, que transformaron (en un no muy extenso lapso del tiempo) una institución que sostuvo históricamente una política pública del saber y de la cultura democrática en una estructura de impiadosa adecuación al provecho y el utilitarismo del mercado actual del conocimiento y del trabajo.

La tiranía del método, el lenguaje academicista, la razón evaluativa, la dependencia a la financiación según ranking creados ad hoc, la sumisión de los más jóvenes a ciertas prácticas arteras de publicación, las clasificaciones mercantilistas de investigadores y de investigaciones, de revistas, editoriales, el curioso y solitario género literario exprés de las tesis de maestría y doctorales, etcétera, configuran un panorama siniestro, desconcertante y espeso que nos retrotrae a un conglomerado de cuestiones que se trazan ante el dramatismo universitario: ¿a qué vamos a la universidad? ¿se va a la universidad para “saber mucho” o para ensayar formas de vida en los paisajes? ¿acaso. no se va a la universidad tan solo por darle otro pulso a ese misterio que late en el vivir? ¿qué hacemos con lo que la universidad ha hecho -o hace- de nosotros? ¿qué estamos siendo en la casa de estudios donde aparentemente estamos? Si existe una sensibilidad sobre (y en) la universidad, ella podría insinuarse en el instante en que estas preguntas duelen como el hambre del mundo.

De ahí que quizá necesitemos evocar las palabras de Deodoro Roca (2008) cuando en 1918 decía en un discurso encendido: “Ir a nuestras universidades a vivir, no a pasar por ellas; ir a formar allí el alma que irradie (…) esperar que de la acción recíproca entre la Universidad y el Pueblo surja nuestra real grandeza” (p. 31).

Sin embargo, todavía hay algo previo: ¿es que acaso hubo una anterioridad universitaria satisfecha de sí misma, de la cual hoy debemos prestar homenaje o pleitesía? ¿Existió de verdad una Universidad centrada en la experiencia y la riqueza de sus lenguajes y saberes? ¿O es que siempre la Universidad y sus antecesoras han sido escenarios de inconformidad consigo mismas, quizá de una ciega filiación con el mundo coyuntural y de sorda separación respecto de las vidas singulares y las vidas en comunidad? 2

Puede que por eso mismo Rodolfo Kusch (2007) haya ido a buscar en las culturas antiguas formas de enseñar que no descuiden la relación entre vida y signo, como los amautas que enseñaban a sus estudiantes mediante cordeles a los cuales agregaban nudos que equivalían a una palabra o a una idea: “Por un lado había un signo, por el otro un trozo de vida que le correspondía. Vida y signo iban de la mano. Era una virtud de las antiguas culturas. Pero en el siglo XX hacemos al revés: aprendemos los signos, técnicas, ciencias, pero no sabemos con exactitud a qué aspecto de nuestra vida corresponden” (p. 192).

El planteo inicial puede delinearse así: si aceptamos la idea de que educar consiste, en cualquiera de sus niveles, dimensiones o procesos, en contribuir a que los más jóvenes quizá aprendan a vivir y habiten el mundo para hacer algo distinto de lo que han hecho sus antecesores, una de las causas que impulsan a criticar y repensar la Universidad estriba justamente en la separación abismal entre la vida y el mundo o, dicho de otro modo, en que hoy se abona como natural la preparación para el mundo y no para la vida, entendiendo además que “mundo” significa “mundo del trabajo” o, directamente, “mercado” y que “vida” parece suponer “ganarse la vida”. Así lo expresa un filósofo de la educación:

Hay educación porque, primero, hemos nacido -es la natalidad la que justifica que exista
educación- y, segundo, porque hay mundo, porque hay un afuera y la posibilidad de un
viaje y de una exposición. Pero lo que las reformas educativas de la universidad están
poniendo en evidencia es otra cosa: que el interés por la educación (de los jóvenes) no es
ahora enseñar cómo es el mundo y que se encaminen hacia él -para que allí encuentren el
modo de elaborar su propio arte de vivir-, sino que salgan a una diminuta parte del mundo
que es el mercado (como si mercado y mundo coincidiesen), que se encaminen, bien
pertrechados de competencias, a la fábrica o al puesto de trabajo, aunque no sepan nada
del mundo. Que se ganen la vida, que aprendan a mantenerla, en vez de aprender a vivirla
(Bárcena, 2014, p. 32).

Pues bien: ¿Es la universidad, acaso, un sitio donde estudiar, donde pensar, donde establecer alguna relación con el saber? ¿Es un lugar donde hay acogida a la elaboración del pensamiento o donde la vorágine condena a su rápida evaporación? En su fuero interno, ¿se trata del pensamiento y del saber (y de los lenguajes que presentan y representan ese pensamiento y ese saber) o lo que está a nuestra frente es una institución que nada tiene que ver con ello y que su interés se centra en ofrecer capacitación para los pocos o nulos empleos actuales? ¿Y qué hay en las nuevas universidades que pueblan cada vez más nuestros territorios, dueñas de elogio y víctimas de ataques a la vez por dar lugar, por hacer lugar, masivamente, a quienes no lo han tenido hasta ahora? ¿Es ése un lugar para estudiar, pensar, leer, escribir o para asumir, técnicamente, la dirección de una profesión? ¿Y cuál de estas cuestiones respondería mejor al problema de la igualdad y la democratización que se pretende de las universidades?

Tal vez podríamos recordar a Jauretche (2012) cuando, en un artículo de 1966, decía con gran filo:

Si la Universidad es meramente una escuela técnica, donde se va a aprender un oficio para provecho personal del egresado, e indirectamente de la comunidad en cuanto la existencia de técnicos capaces le es útil, la exigencia de que el estudiante se concrete al aprendizaje de esta técnica y a rendir pruebas satisfactorias para graduarse es. bastante lógica: los maestros a enseñar y los estudiantes a aprender. Más aún, no ya la intervención en el gobierno de las casas de estudio, sino que cualquier inquietud política, social o económica que lo distraiga de ese menester concreto, es perjudicial. El desiderátum entonces es una Universidad aséptica, depurada de toda preocupación
vinculada con el destino de la comunidad. (p. 137)

La imagen del estudio en la universidad

Una imagen precisa pero, por cierto, algo desteñida: alguien de edad incierta, alguien del común, alguien cualquiera, se encuentra en medio de una sala o de una habitación estrecha, con una iluminación acentuada cuyo foco apunta hacia un escritorio, se disemina quizá hacia un libro o hacia un cuaderno, junto con lápices o tinta, agua o infusiones humeantes, sin que nada o nadie parezca interrumpir, cerca de una ventana entrecerrada, y más allá una biblioteca, algunas ropas desperdigadas, el resto de la escena casi ausente.

Una estudiante, o un individuo que estudia, como imagen reconcentrada, absorta, suspendida en el tiempo, habitante de una interioridad que no se sabe bien qué es, aunque existe, posada su mirada en detención sobre un fragmento de ardua interpretación, buscando alternativamente otros párrafos para dilucidar el anterior, o quizá con un gesto de estupor intentando pescar si alguna palabra alrededor le ofrece los indicios necesarios para dibujar una ilusión de continuidad o, lo que es casi igual, tener que volver atrás una y otra vez hasta que su contracción le indique que su cuerpo ya está de nuevo en el presente del texto.

Quien estudia, aplicado en esa imagen anacrónica, pero contemporánea, parece estarausente y a la vez prestando una atención que desde fuera parece tensa, excesiva, como si el mundo o cierta parte del mundo hubiese dejado de existir y otro mundo se hiciese presente de un modo revelador o al menos esencial; preocupado solo por una razón a todas luces ínfima pero trascendental: dar una determinada forma a un asunto hasta aquí informe, alojarlo en su interior, saborearlo en el sentido de transformarse por algún signo cuya ingestión precedente era todavía sobria o insondable y que poco a poco, lentamente, se degusta sin pudor como si hubiera todo el tiempo por delante o el tiempo no existiese como tal, o fuese otro tiempo.

En la iconografía del estudio, del estudiar y de quien estudia, difícilmente puedan encontrarse imágenes disímiles a las que ya eran habituales en el mundo de las artes, por la sencilla razón que su sentido más ancestral es reconocible en su apariencia, necesaria bajo la forma de una actividad en cierto modo celebrada como virtuosa. Podría ser, sí, tildada de individualista, de cierto privilegio y hasta de ser una imagen de lo particular o de lo privado –confundiéndola tal vez con la privacidad, o con el despojo de lo público y lo social que la nutren subrepticiamente (sin lo cual no sería más que negocio)-, pero irrecusable en su fisonomía espacial y temporal: alguien se vuelca corporalmente hacia un ejercicio -de lectura, de escritura, de atención, de pensamiento, de voz- que se sustrae o se suspende o se distancia de otra ocupación inmediata, que desconoce las consecuencias utilitarias y futuras de su acto en vigencia, y que busca y rebusca una probable traslación hacia un mundo de fronteras por principio ilimitadas.

Algunas sutilezas pueden hallarse en algunas pinturas que ilustran la gestualidad tipificada del estudiar. Por ejemplo, en “Dama estudiando” de Ethel Leach, en “Tito estudiando” de Rembrandt, como en “Agonía de la creación” de Leonid Pasternak, se advierte que en la realización del ejercicio siempre una mano sostiene la cabeza y otra mano se aferra al objeto portante del texto o la escritura; la circunspección es evidente, la férrea tensión también lo es, y no hay gran diferencia en los elementos que acompañan la ejercitación: la mesa como apoyo, el cuerpo como sostén, los libros como presencia del mundo, la escritura como registro singular. La escena, así tipificada, está aliada a la detención del tiempo y a la configuración del espacio como refugio, a una atmósfera de silencio y de poca luminosidad, a la soledad, al esfuerzo o al devaneo, emparentando la idea de estudio con la de lectura en una cierta sincronía con aquello que Hugo de San Víctor pensó, en su Didascalicon (1121), en materia de movimientos del ejercicio lector: meditación, circunspección, soliloquio, ascensión.

Pero la imagen del estudio no puede agotarse ni generalizarse a partir de un matiz cristiano/medieval, precisamente porque la historia del estudio también está signada por movimientos, pueblos y paisajes que han ocupado –y siguen ocupando- el lugar por demás fetichizado de “lo estudiado”, el lugar frío y distante de lo que es objeto de estudio, o peor, el no-lugar dentro de una gramática del mundo que presupone sujetos, objetos y predicados según variables de reconocimiento. De este modo, diversas academias han patentado diferentes adjetivos, superposiciones y pertenencias del estudio, por ejemplo, los “estudios culturales”, los “estudios sobre la discapacidad”, los “estudios de género”. Por eso tampoco da igual el estudio de quien se descubre pensar al calor de una estufa en Francia y de quien lo hace al frío del exilio con la única biblioteca disponible a su alcance: la del recuerdo. (Grandes obras fueron escritas de esta manera, como Filosofía y poesía de María Zambrano o Filosofía de la liberación de Enrique Dussel).

Frente a este panorama adquiere un peso inconmensurable el planteo de Kusch (2007), cuando gravitado por el suelo que habita dice que para estudiar en su peculiaridad se pasa en cierta manera al terreno del no ser y una mirada se traza “desde la vida y desde el paisaje y no de la norma (…) o sea desde su medio, su ámbito vital significa abrir la puerta opuesta al ser y prender” al sujeto, a cualquier sujeto, por su antinomia, “Es pillarlo en un antagonismo similar al que existe entre literatura y ciencia con la ventaja de tener que quedarse con lo literario” (p. 105). La cita viene de su primer libro, La seducción de la barbarie (de 1953), y quizá podría conectarse con aquella idea de Deodoro Roca (2008) acerca del espíritu del estudiante que se forma en la práctica de la investigación, en el ejercicio de la libertad, y se levanta en el auditorio, en las “fraternidades” donde la educación se asocia a lo fecundo de la solidaridad entre la ciencia y la vida, entre los juegos y la alegría sana, entre el amor a las bellas ideas y el ejercicio de “ser sistemáticamente heroicos en las pequeñas cosas no necesarias de todos los días; (…) No importa que nada se consiga en lo exterior si por dentro hemos conseguido mejorarnos. Si la jornada se hace áspera no faltarán sueños que alimentar”(pp. 32-33).

Así, aquella imagen pictórica fácilmente reconocible que ejemplificábamos más arriba podría tornarse borrosa al quitar a quien estudia de su ambiente particular y conducirlo hacia otros lugares atravesados por el movimiento de lo público y de la comunidad: las bibliotecas, las aulas de escuelas, colegios y universidades, la mesa de algún café y cualquier intersticio del mundo que pueda alojar la potencia (e impotencia) de algún gesto estudiantil, con todo el carácter peculiar de sus tiempos y sus espacios. De este modo, puede encontrarse también en la acción de estudiar la búsqueda de un amparo, un cobijo, un refugio ante las tragedias del mundo que hacen arder la civilización y diseminar su humo denso cargado de miasma, frente al cual se necesitan ojos húmedos para vernos en la sombra, espíritu inquieto por entender los sentidos de lo que viene y oídos aguzados que distingan las voces amigas entre el grito ronco de alguna melancolía. Por esto hay quienes enfáticamente insisten: “¡Mientras tanto estudiemos, estudiemos sin descanso y sin fatiga, no nos sorprenda la tempestad en lo más apartado del bosque, ocupados en pasatiempo inocente!” (Roca, 2008, p. 14). O como escribiera Ezequiel Martínez Estrada (2013) a sus estudiantes -en una carta de 1945 que respondía a una salutación que le habían hecho llegar junto al deseo de que desaparezcan pronto las causas que lo habían alejado de las aulas-:

La verdad es que nos encontrábamos para vivir en un mundo que era mucho más cierto que el de la calle, las casas y los muebles. Un mundo en que también convivían con nosotros grandes obras, grandes ideas, grandes sentimientos. Aunque hayamos olvidado el texto literal de las lecciones, ¿cómo podremos olvidar el provecho de aquellas horas en que todos formábamos también unidad de plurales nombres, edades, experiencias y destinos? (…) ¡Cuántos pretextos encontrábamos para que las clases y las lecciones fuesen un motivo de anudar más estrechamente nuestras almas! Las autoridades –esto es todavía un secreto- solamente se enteraban de que seguíamos un programa, pero, ¿sospechaban acaso que íbamos creando esta comunidad de las almas, que tantos autores nos servían para escaparnos del Colegio y de los libros a un mundo en que éramos todos amigos muy viejos, en que hacíamos de nuestros espíritus un muro infranqueable para la otra realidad de los pasillos y de los celadores? Infortunios y dichas ajenos eran también nuestros; participábamos en la aventura de vivir en dimensiones de espacio y de tiempo inconcebibles. (…) Ustedes y yo tuvimos en aquellos días felices los mismos maestros; yo también era un estudiante que con ustedes asistía a ese mundo prodigioso. No lo olvidemos. Buscábamos todos, a través de los órganos del pensar y del sentir, encontrarnos a nosotros mismos en nuestra condición, con más conciencia y en más sazonada plenitud. (…) ¿Cómo olvidarme de ustedes? Todos éramos estudiantes y convivíamos una misma vida en las aulas, el único lugar donde ello era posible. (pp. 31-32, énfasis original)

Martínez Estrada sabía que ese es un lugar donde pueden anudarse los laberintos de la poesía, la novela, el cuento, donde se esconden las divinidades que nos dan ánimo y nos enseñan, además, a admirar, amar y entender. O donde una suerte de máxima formativa ancestral todavía puede presentarse: aquella de educar como una travesía por mundos y formas artísticas del vivir. Por ello, quizá, filosóficamente se consideraba un pensador anacrónico que siempre defendió al homo sapiens ante el homo faber y, en lugar de un experto en quien confiar, prefería que desconfíen hasta mejores días mientras sugería que lo tuviesen como un estudioso de la realidad social y, si no era mucha vanidad, un artista.

Sobre el homo faber, una imagen del estudiar puede ponerse en consonancia con una obra de la exposición Autorretrato de otro de Tetsuya Ishida. Se trata de la pintura Mebae (Despertar) realizada en 1998, que retrata el interior de un colegio donde algunos estudiantes sentados en sus pupitres miran hacia el frente, asistiendo a una lección del profesor, presos de una atención absoluta, con libros y cuadernos y lápices y bolígrafos entre sus manos. La cuestión es que al menos dos de los estudiantes han perdido su fisonomía humana y han adoptado, ellos mismos, la forma misma de un microscopio. La transformación, o la mutación, es de por sí elocuente: ese par de estudiantes se han vuelto máquinas –como así lo hace la muestra del pintor japonés, también con los operarios de las fábricas que mutan hacia un engranaje que no permite distinguir lo humano del artefacto o que los confunde de una vez-, transformando la idea de estudiar o de estudiante en una figura tortuosa y mortífera, despojada de cuerpo y, por así decirlo, de espíritu. Así, la obra retrata ese gesto desesperado y desesperante de la agonía humana frente a los desconcertantes y brutales mecanismos del capitalismo impiadoso, que se ha transformado en un proceso de objetualización más de una larga serie de cosificaciones donde ya no parece haber diferenciación entre las cosas y lo humano (que está allí incluido como una cosa más).

Y no extraña que la palabra ‘estudiar’ suscite una perplejidad frente al poder hegemónico de la palabra “aprender”. Como si estudiar nunca se hubiera desprendido de la imposición, de la obligación, de la dominación, del requerimiento, del autoritarismo. Como si la pronunciación de la palabra ‘estudiar’ instalara inmediatamente una atmósfera borrascosa, despreciable, zozobrante que descuida algunas preguntas quizá perdurables en sus sentidos narrativos: ¿qué pasa al estudiar? ¿Qué hay del estudiar que es, a la vez, leer y escribir? ¿Qué hace un/a estudiante? ¿Qué hay del silencio, del tiempo, del espacio, de los libros, de la conversación sobre lo que se lee, de las preguntas, de la atención durante el estudio? ¿Qué hace un/a docente por estudiar y porque sus estudiantes, de hecho, estudien? ¿De todo ello se trata, todavía, ir, estar, hacer la Universidad?

No obstante, quienes chismosean de etimologías saben de la parentela y cercanía que existe entre la estupidez y el estudio. Hasta podríamos preguntarnos si cuando estamos frente a un gran estudioso, por lo mismo, no estamos frente a un gran estúpido. Porque tanto el estudio como la estupidez no pueden entenderse sin la estupefacción, la perplejidad, el desconcierto, el aturdimiento o, como enseña el mismísimo Diccionario de la estupidez de Piergiorgio Odifreddi (2018), siempre está en juego una incapacidad “para actuar correctamente” (p. 83) porque la realidad aturde, golpea, sorprende y más de una vez nos deja vagando entre libros buscando precisar una pregunta o interpelar una respuesta. Tal vez la estupidez tanto como el estudiar, o esa incapacidad para actuar correctamente, sea el principal refugio contra el aprendizaje vuelto mercancía, la creatividad al servicio de la empresa, la invención hecha innovación emprendedora, la colaboración tornada complicidad colonial con el capital.

Tampoco podemos olvidar el imperativo que tanta gente escuchó: “Mira, tenés que estudiar porque hay que ser alguien en la vida…”. Y así pasar del 1 al 10, para lo cual hay que encerrarse el sábado, perderse el partido, cerrar la ventana para no ver pasar a la chica de enfrente, transmutar las ganas de bailar a la noche en unas ganas raras de estudiar. Y así, “ganarse la vida”, ser alguien de 10 y no un nadie de 1, llegar a la época de “los tejidos grasos” como decían Manzi y Jauretche- y asemejarnos a la esfera de Parménides, todo lo cual no deja de darle vigencia a la pregunta de Kusch (2007): “¿Entonces cuando se estudia se pasaría del flaco estar al gordo ser?” (p. 567), pero
enseguida se percibe lo escuálido que queda el ser y lo grueso del estar que lleva consigo una apelmazada vida de barrio pisando el suelo donde “el verdadero sentido de la vida no es solo cumplir con el pequeño deber, sino asumir siempre un poco la creación del mundo” (p. 568).

La cuestión de la lectura en la universidad

¿Qué es lo que se sabe al leer? ¿Se sabe algo? ¿Y en todo caso aquello que se sabe podría llamarse, entonces, saber? Los argumentos pueden ser esquivos o, incluso, desconcertantes. Pero sin dudas, habrá que referirse a una suerte de conocimiento inalcanzable o inoperante por otros medios, y que quizá comparta con otras formas del arte su potencia o evanescencia. Inalcanzable por el tiempo transcurrido, inoperante porque no produce un conocimiento evaluable o que pueda ser formulado por fuera de la lengua de la lectura. En este sentido, leer es un gesto de contra-época: perder un tiempo que no poseemos, estar a la deriva, transitar por un sendero estrecho lleno de encrucijadas, y desnudar la imagen irritante –por rebelde, por desobediente– de un cuerpo que no está haciendo nada productivo delante de la mirada ansiosa y vertiginosa de una época acelerada.

Es cierto que nunca faltan quienes ven a la vida como algo en donde se tiene que adquirir determinados datos para enfrentar las vicisitudes (o solicitudes) y donde urge saber o, en todo caso, simular algún saber. De ahí la enseñanza como una fabricación en serie y la lectura como un supuesto saber que, al cosificarse, podría adquirirse como cualquier cosa en el mercado. Así, hay quienes leen mucho solo para mostrar todo el supuesto saber que tienen, como si fueran propiedades-cosas que se exhiben para demostrar ser alguien, o para pertenecer a algún club selecto, lo cual constituye a esos “pequeños pedantes que agregan a su buena posición social o docente un brillante despliegue de datos inútiles” (Kusch, 2007, p. 572).

Ciencias que se ocupan de dar nombre a los resultados de sus experimentos que recién acaban de realizar. Científicos que no acaban por decidirse entre vociferar o mantener en secreto sus hallazgos. Disciplinas que organizan qué sabrán y qué no sabrán sus posibles discípulos. Materias que se disponen a durar en su típica mezquindad del semestre. Un concepto determina la circunferencia errada del cuerpo, y pierde de vista las percepciones infinitas que le dieron vida. Docentes que navegan con rumbo cierto, pero flotando entre incertidumbres. Estudiantes que blasfeman y buscan la vida, su vida, en otra parte. En el teatro del conocimiento se ha perdido de vista a qué saben los sucesos, de dónde provienen, por qué existen –no para qué, por qué–, qué devenir les cabe.

Tal vez esta sea la cuestión: lo remoto de los aconteceres que se leen –tanto en su pasado como en su futuro, tanto en el espacio de aquí como en el de allí– se hacen presentes no solo por la fuerza de una imagen o la duración de una descripción, sino sobre todo por la fuerza de un lenguaje que, engendrado en un tiempo determinado se desancla en el instante de la lectura. También, por la impresión de una intimidad inicialmente ajena y poco a poco quizá próxima. Incluso por la incertidumbre de una historia que se desconoce por completo. Y, además, por la recreación de una conversación que vuelve corpórea la implicancia de quien lee.

Conocer se ha vuelto el modo en que abandonamos delante de nuestros ojos lo ya visible y mantenemos fuera de alcance lo imprevisible, lo desmesurado, lo perdido, lo irremediable, lo enigmático. Conocer se parece más bien a un hábito sin conmoción, donde cabe exactamente la duración del alfabeto y de los números, el relato ya hecho de causas y consecuencias, y la flecha oscura del progreso que siempre apunta hacia delante, hacia un destino de muerte y de olvido. Como afirma Horacio González (2018), “le llegó al conocimiento la idea de producción en serie, del control de calidad, de la evaluación” (p. 212) que lo despojan de todo dramatismo y de la chance de originar incógnitas permanentes, de generar su propia incerteza y de convivir con su propio enigma.

Quizá una de las controversias sobre la lectura provenga de la ambigüedad que surge en sostener o no la oposición entre una literatura de lo cotidiano y aquella que la trasciende, o la rehúye o ignora. Por un lado, historias de personajes comunes para lectores corrientes, que no excedan el vínculo con lo posible o deseable, territorios más o menos reconocibles, tiempos imaginables, un lenguaje casi de época y el sobrevuelo permanente de una sensación de parentesco entre quien lee y su lectura, la adivinación o filiación con determinados personajes que resulten actuales, etcétera; por otro lado, el desapego de este tiempo, la huida, la búsqueda desesperada de que exista algo más allá que aquello que está disponible alrededor.

En su amistosa polémica con Tzvetan Todorov, Adam Zagajewski lleva la discusión un poco más allá de la lectura: se trata, de hecho, del lugar que le cabe a la noción de lo sublime. Para Zagajewski, habría una debilidad consistente en “la atrofia del estilo elevado y el predominio apabullante del estilo bajo, coloquial, tibio e irónico”
(Zagajewski, 2005, p. 36). Y se revelaría así una desproporción de expresión entre la potencia de la espiritualidad y un incesante parloteo que solo contentaría a propios, pero no a extraños.

¿Búsqueda de la simplicidad o imposibilidad de renunciar a la complejidad? ¿Apego a la comprensión de lo inmediato o desapego absoluto para permanecer entre los misterios más remotos e incomprensibles?

El inconveniente de la gran simplicidad con la que sueñan quienes buscan la verdad y no
solo la belleza radica en que sus poderes curativos resultan del contraste con formas
complejas, barrocas y, por ende, no pueden durar mucho tiempo, ya que lo decisivo es el
momento mismo del cambio, o sea, el contraste (Zagajewski, 2005, p. 39).

Zagajewski remite a la lectura del Elogio de lo cotidiano de Todorov como modo de mostrar esa contradicción o, más aun, esa aporía. En ese texto, Todorov (2013) describe un viraje sustancial en las formas de representar un mundo hasta allí teñido de imágenes de virtudes santas, heroicas, guerreras, para dar paso a una proverbial simplicidad de la vida, repleta de escenas de bebedores, jugadores, damas reposando, cuadros donde las cebollas y los puerros ocupan la escena principal. Es como si de pronto desaparecieran los personajes mitológicos y ocuparan su lugar aquellos gestos mundanos, como si la belleza mudara definitivamente de sitio: ahora ya no está tan arriba, tan lejos; se encuentra en lo próximo, en lo mínimo, en lo más banal y terrenal; “Se trata de otorgar a
lo cotidiano un estatus ontológico excepcional. Y también de enamorarse de la cotidianidad, de no ignorarla, de saber apreciarla en lugar de recurrir a los sueños, utopías o recuerdos. Vivir en el ahora, situarse en la realidad” (Zagajewski, 2005, p. 40). Pero ¿a qué precio?, se pregunta Zagajewski, rebelándose contra la reducción de la
realidad, contra la instauración de una franja estrecha para la vida humana y para el arte, donde ya no cabe ni el héroe, ni el guerrero. Y responderá que lo sublime no es un rasgo formal ni puede conceptualizarse retóricamente, antes bien, “es una chispa que salta del alma del escritor a la del lector. (…) ¿Acaso no seguimos esperando con avidez aquella chispa?” (Zagajewski, 2005, p. 41).

Puede que Rodolfo Kusch (2007), desde otro tiempo y otra latitud, amplíe una arista clave de este debate cuando advierte una “neurastenia literaria” en el literato porque “nada ve en el vacío en que yace fuera de esa apetencia personal de ver lo suyo en el plano del gran entretenimiento que es el mundillo literario. Se esfuerza en continuarlo,
pero (…) a costa de su verdad más íntima” (p. 117). De este modo, síntomas depresivos, tendencia a la tristeza y gran inestabilidad emotiva se manifiestan en clave literaria cuando “se escribe en superficie, en postura y para justificar esa actitud se recurre a un individualismo desteñido cuyo fondo no es más que el hondo vacío en que todo
ciudadano se desplaza” y una pregunta se le traza: “¿No será este vacío una postura, una incapacidad colectiva (…) para encontrar un trasfondo germinativo a la existencia?” (Kusch, 2007, p. 118). Un problema literario se instala así entre lo individual y lo colectivo, entre la escritura y la lectura, precisamente cuando “el suelo esquivo aumenta la desazón primordial y la falta de tierra en que asentarse hace que el tema se importe o que se haga literatura de turista” (Kusch, 2007, p. 123).

Después de todo, lo que se espera de la lectura, ¿será justamente la lectura? Tal vez: leer por seguir estando en este mundo y esta vida. O bien: leer más allá del mundo y de la vida que nos ha tocado en –buena o mala– suerte, leer por otro mundo y por otra vida.

La cuestión de la trans-formación y la amabilidad en la universidad

La novela Stoner de John Williams, escrita en 1962, podría considerarse una elegante versión norteamericana de la obra M’hijo el dotor de Florencio Sánchez, pero más a tono con la entrada segunda mitad del siglo XX. Las coincidencias no son pocas, más si se considera que la historia se monta sobre la clásica tensión familiar intergeneracional que desnuda la oposición campo vs. ciudad, tributaria en ocasiones de oposiciones más rudimentarias como praxis vs. teoría, y las rupturas que la trans-formación de la universidad opera sobre el protagonista. Sin embargo, mientras que el drama de Sánchez se concentrará en los conflictos vinculares que asechan al protagonista a partir de su formación universitaria, en Williams el foco se ubica en cómo la formación genera una trans-formación tan radical en el protagonista que no solo repercute en la ruptura con sus certidumbres de base, sino que el vuelco de su razón logra torcer el pragmatismo de un mandato (estudiar agronomía para contribuir a la economía familiar) hacia un deseo (estudiar literatura por atender una intuición) que altera una vida y desemboca en otras. Desde el principio pareciera trazarse en la novela de Williams una relación entre enseñanza, amor y literatura. De hecho, todo pareciera comenzar cuando un profesor,

frente al silencio del aula, pregunta a Stoner sobre un soneto de Shakespeare que habla de una percepción que hace al amor más fuerte y que pide amar bien algo que debiera abandonarse pronto. No obstante, hay al menos dos momentos en la novela que quizá ayuden a pensar acerca de la amabilidad del lector y la enseñanza amable de la lectura. El primero tiene que ver con cómo se llega a la docencia: ese destino que no estaba trazado de modo alguno de antemano y que, de pronto, se vuelve puro presente y es un momento de perplejidad, de asombro, de incertidumbre en el que Stoner recibe de su propio profesor una suerte de interpelación, de invocación inesperada según la cual se descubre a sí mismo en un camino impensado. El segundo momento tiene que ver con cierta retrospección: aparece un Stoner que ya está por retirarse de su tarea, trazando el gesto de mirar hacia atrás y encontrar las razones por las cuales aquello que ha hecho tiene su gracia, su arte, su dignidad, y todo ello en un tono sin desbordes, agradecido, sí, pero sin demasiado énfasis.

En el primer momento, Stoner está a punto de ser recibido por su profesor, Sloane, y se percibe en él una mezcla de vergüenza y absoluta mudez. Lo que entrará en juego en esa conversación no es otra cosa que el porvenir de Stoner. Ya conocemos su pasado: un estudiante que proviene de un medio rural empobrecido y que accede a la universidad como una oportunidad para, una vez recibido, regresar a su sitio y ayudar a su familia en los sembradíos y cultivos. Pero es en el camino, en ese salir al mundo que supone el hecho de formarse, donde Stoner se encuentra con la literatura y de esa revelación nacen en él una serie de convicciones: “No volveré”, “no sé qué haré exactamente”, “no me hago a la idea de que acabaré tan pronto, de que dejaré la universidad a final de curso”. Estas son sus palabras, las únicas palabras que puede pronunciar al comienzo de ese encuentro: la firmeza del regreso imposible, el lenguaje de la hesitación y la completa incertidumbre de lo que vendrá. Es en esa dubitación donde entra Sloane a tallar el mensaje que quisiera dejarle, luego de congratular su destacada participación en literatura inglesa: “Si pudiera mantenerse un año más o menos después de la graduación, podría, estoy seguro, terminar (…) su trabajo de licenciatura en artes, tras lo cual podría tal vez dar clase mientras trabaja en su doctorado. Si es que esto le interesa” (Williams, 2016, p. 23). Podríamos acudir a la continuidad de la conversación como quien asiste a la cita:

Stoner se echó hacia atrás.
– ¿Qué quiere decir? –le preguntó y escuchó algo parecido al miedo en su voz. Sloane se inclinó hacia delante, acercando su cara. Stoner veía las líneas de su
largo y delgado rostro suavizadas, y oía la voz seca y burlona volverse amable y
desprotegida.
– ¿Pero no lo sabe, señor Stoner? –preguntó Sloane–. ¿Aún no se comprende a sí
mismo? Usted va a ser profesor.
De repente Sloane parecía muy distante y los muros del despacho se alejaron.
Stoner se sentía suspendido en el aire y oyó su preguntar:
– ¿Está seguro?
– Estoy seguro –dijo Sloane suavemente.
–¿Cómo lo sabe? ¿Cómo puede estar seguro?
–Es amor, señor Stoner –dijo Sloane jovial–. Usted está enamorado. Así de
sencillo. (Williams, 2016, pp. 23-24)

¿Se tratará, quizá, de amorosidad? Es decir: no apenas de la ternura, sino el concernimiento, la implicación “de un gesto imperceptible, pero duradero, de una palabra dicha en el momento justo, de un silencio que suele recordarse durante toda la vida” o una rebelión “contra toda la indiferencia, todo el descuido, toda la pasividad y todo el olvido” (Skliar, 2011, pp. 20-21). El motivo de la amabilidad, tal vez, el motivo del amor: amar lo que se estudia, amar el estudio, esa atmósfera única, inigualable; amar los libros como esos cuerpos portadores de imposibles verdades, indescifrables misterios, curiosos enigmas; amar todo lo que se hará con ello de forma pública, para
otros, con otros, entre otros.

Pero ¿de qué le adjudican estar enamorado a Stoner?

De los libros, de ciertos libros, de la literatura, de cierta literatura. Y es ese apasionamiento que percibe su profesor el que lo induce a proponerle que sea profesor. Stoner será profesor no por una imposición ni una mera sugestión, sino porque ama la materia literaria que compone el mundo y podrá transmitirla a otros bajo ciertas condiciones que desnudan la relación amorosa entre una enseñanza y lo que se enseña, un amor entendido como pasión, pero también como dedicación, una relación que solo puede entenderse como el tiempo en que alguien está inmerso en un estudio como bajo cierto hechizo que solo puede narrarse en términos de una relación singular consigo, con los libros, con los otros y con toda alteridad que evita la caída en el solipsismo. Y todo esto más allá de si sus estudiantes pueden o no apreciar esa materia, pueden o no seguir sus recomendaciones, pueden o no establecer un vínculo personal con ella. La novela enseña que el estudiar se encara como la vida misma y no como “un medio específico para un fin concreto” al tiempo que una “(trans)formación es cuestión de intensidad y turbulencia” (Giuliano, 2020a, p. 163).

Y toda una trama común entre amor y educación parece insinuarse en la vida de Stoner:

En su tierna juventud, Stoner había pensado en el amor como en una manera de existir
absoluta a la que podría acceder si era afortunado; en su madurez había decidido que era
el cielo de una religión falsa hacia el que se debía mirar con sosegado descreimiento,
benévolo y crónico desprecio o vergonzante nostalgia. A su mediana edad, se daba cuenta
que ni se trataba de un estado de gracia ni de una ilusión: lo veía como un estado de
conversión, una condición inventada y modificada, minuto a minuto y día a día, por la
voluntad y la inteligencia del corazón (Cualquiera podría sentirse tentado a reemplazar la
palabra amor por la palabra educación y decir que se trata de una pequeña historia de
ella). (Giuliano, 2020a, pp. 163-164)

Una intensidad que, al principio, había convidado sin pensar, aunque luego la daba de manera extraña en cada momento de su vida y quizás más cuando no era consciente de estar dándola. Ahora bien, la pregunta que sobreviene enseguida es: ¿es suficiente el amor, ese tipo de amor, para la docencia y, también, para enseñar la lectura?

Cierta amorosidad sería un punto de partida, pero hay algo más que se torna necesario: ¿cómo hacer para mostrar ya no “el objeto” –quizá el libro- sino el asunto –la lectura– de que se trata la enseñanza y la formación? O mejor, ¿no sería enseñante quien reelabora su experiencia anterior y singular en términos de una relación a ser narrada a
sus escuchantes –quizá estudiantes-? Algo más estaría siendo la docencia que una mera intermediación de textos o una pobre intercesora de prestigios, pues la enseñanza da lugar a una grieta en la que “algunas veces existe la felicidad de un punto, de algo no percibido” movilizado por un deseo de lo imposible y que, al impulsar nuestras motivaciones públicas, “nos coloca en una fisura excepcional en tanto agentes de un aprendizaje” (González, 2018, pp. 214-226) o mejor: de una revuelta entre detritus capaz de un recubrir palabras con una peculiar cautela. Una manera también de evitar esa odiosa, odiada y mercantil separación de la forma respecto de su contenido: “la primera convertida en soporte técnico y la segunda en motivos de gerenciamientos e indagaciones focus-groups” (González, 2018, p. 238). Quizá porque

Nada seríamos sin encontrar las grietas de ese edificio auto-sostenido en el saber estructurado en la exigencia ética de lo absoluto; pero tampoco hay historia de nuestros debates sobre las infinitas formas de la actitud docente, si no consideramos que haya una filosofía de la enseñanza que no puede desdeñar las cálidas fusiones entre forma y contenido. (González, 2018, p. 235).

Una actitud docente, una actitud estudiantil, una actitud de vida. Deodoro Roca y su
generación llegaron a encontrar una actitud (vital, estudiantil, docente) que traducía un radical disconformismo, un insobornable descontento con la realidad circundante, pero sin sacrificar un ápice de infancia. Así podía leerse, incluso en retrospectiva y siempre en tiempo presente, la persistencia de una actitud que iba de la mirada enérgica y contemplativa al silencio enseñante y conspirativo:

En sus ojos cándidos hay un fulgor de esperanza, un brillo enérgico y viril. Están embellecidos en la contemplación de “lo que vendrá”. (…) Está frente a los problemas desnudos. Y un poco grave y silencioso, en el período “lacónico”, en ese silencio de los que están prestos a obrar algo más y hablar algo menos. El silencio, cuando no es “naturaleza”, está henchido de voces. Está hecho de rumores vitales. Hay silencios que se “oyen”. (Roca, 2008, pp. 86-87)

Quizá en nuestro tiempo podríamos hacernos eco de aquellas preguntas que rodearon a Deodoro unos años antes de morir y que lo interpelaban sobre la universidad a propósito de lo que fue, lo que alcanzó o no pudo ser, lo que es y… lo que será. Llamativamente, desde su experiencia, lo que fue lleva el color vivo de un comienzo, de una infancia que discutía una penuria que hacía de la docencia un paisaje pintoresco de pedantería y dogmatismo. Luego, lo que alcanzó o no pudo ser, se tiñe del dramatismo que involucra el choque ante ciertos límites que solo un movimiento enseñante-estudiantil puede rebasar ante los guardias de asalto del capitalismo que custodian la penuria educacional. Lo que es traza un camino provinciano que iba a dar una enseñanza, mientras la búsqueda de un maestro ilusorio nos hace dar con un mundo (o varios). Finalmente, respecto de lo que será, la mejor respuesta que quizá puede darse fue convidada por Deodoro mediante unos puntos suspensivos entre signos de preguntas, lo que anuncia tal vez la forma principal en que no se incendie esa cuna de (trans)formación al perder su amabilidad, ni la amorosidad se limite a una forma cronológica de la infancia perdiendo toda chance de trans-formación. Una epojé interrogante, una suspensión que cambia los paréntesis de sus lados por signos de pregunta: en esta enigmática respuesta, que batalla en el bullicio y no resigna la cuestión, tal vez esté también nuestra frágil e
inexplicable definición.

Referencias bibliográficas

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